Parte 3 Cap. XI al XV

CAPÍTULO XI
DE LA OBEDIENCIA



Sólo la caridad nos eleva hasta la perfección, pero la obediencia, la castidad y la pobreza son los tres grandes medios para alcanzarla. La obediencia consagra nuestro corazón, la castidad nuestro cuerpo y la pobreza nuestros bienes, al amor y al servicio de Dios; son las tres ramas de la cruz espiritual, pero las tres fundadas en la cuarta, que es la humildad. Nada diré de estas tres virtudes consideradas como objeto del voto solemne, porque esto sólo corresponde a los religiosos, ni tampoco en cuanto son materia del voto simple, porque, aunque el voto confiere muchas gracias y gran mérito a todas las virtudes, no obstante, para que nos hagan perfectos, no se requiere el voto, con tal que se practiquen. Porque, si bien haciendo voto de estas virtudes, sobre todo, si el voto es solemne, llevan al hombre al estado de perfección, con todo, para conducirlo a ésta, basta que sean observadas, pues existe mucha diferencia entre el estado de perfección y la perfección, ya que todos los religiosos y todos los obispos se hallan en este estado, y, no obstante, no todos son perfectos, como harto lo muestra la experiencia. Esforcémonos, pues, Filotea, en practicar estas tres virtudes, cada uno según su vocación, porque, aunque no puedan constituirnos en estado de perfección, nos darán, sin embargo, la perfección misma; todos estamos obligados a la práctica de estas tres virtudes, aunque no todos debamos practicarlas de la misma manera.

Hay dos clases de obediencia: una obligatoria, y otra voluntaria
. En cuanto a la obligatoria, es necesario que obedezcas humildemente a tus superiores eclesiásticos, como al Papa, a los obispos, al párroco y a todos los que de ellos tienen autoridad delegada; has de obedecer también a tus superiores políticos, es decir: a tu príncipe o gobierno y a los magistrados que hayan designado para tu región; finalmente, has de obedecer a tus superiores domésticos, es decir: a tu padre, a tu madre, a tu maestro, a tu maestra. Ahora bien, esta obediencia se llama necesaria, porque nadie puede eximirse del deber de obedecer a dichos superiores, investidos por Dios de autoridad, para mandar y gobernar a cada uno, según el cargo que tienen sobre nosotros. Cumple, pues, sus mandatos, porque esto es necesariamente obligatorio, y, para ser perfecta, sigue también sus consejos y aun sus deseos e inclinaciones, mientras la caridad y la prudencia te lo permitan. Obedece, cuando te mandan alguna cosa agradable, como comer, tener recreación, porque, aunque te parezca que no hay gran virtud en estos casos, sin embargo, sería vicioso desobedecer; obedece en las cosas indiferentes, como en llevar éste o aquél vestido, ir a éste o aquél camino, en cantar o callar, y ésta será ya una obediencia muy recomendable; obedece en cosas difíciles, ásperas y duras, y esto será una obediencia perfecta. Finalmente, obedece con dulzura, sin réplica, pronto y sin dilación, con alegría y sin malhumor; y, sobre todo, obedece amorosamente, por amor a Aquel que, por nuestro amor, «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz», y el cual, como dice San Bernardo, prefirió perder la vida que la obediencia.

Para aprender a obedecer con facilidad a tus superiores, condesciende de buen grado con tus iguales, cediendo a su parecer en lo que no sea malo, sin ser disputadora ni terca; acomódate suavemente a los deseos de tus inferiores, tanto cuanto la razón te lo permita, sin ejercer sobre ellos tu autoridad de una manera imperiosa, siempre que sean buenos.

Es una equivocación creer que si una persona fuese religiosa obedecería fácilmente, cuando es difícil y rebelde en prestar obediencia a los que Dios ha puesto sobre nosotros.

Llamamos obediencia voluntaria a aquella a la cual nos obligamos por nuestra propia elección y que por nadie nos ha sido impuesta. Nadie escoge voluntariamente a su príncipe o a su obispo, a su padre o a su madre, y, con frecuencia, tampoco al esposo, pero es de libre elección el confesor, el director. Pues bien, tanto si, al escogerlo, se hace voto de obedecerle (como se cuenta de Santa Teresa, la cual, además del voto solemne de obediencia debido al superior de su orden, se obligó, con voto simple, a obedecer al padre Gracián, como si se le obedece sin voto, siempre esta obediencia se llama voluntaria, por razón de su fundamento, que depende de nuestra voluntad y elección.

Es menester obedecer a todos los superiores, pero a cada uno en aquello de lo cual tiene cargo sobre nosotros; de la misma manera que, en lo que concierne a la policía y a las cosas públicas, hay que obedecer a los príncipes; a los prelados, en todo lo que se refiere a la disciplina eclesiástica; en las cosas domésticas, al padre, a la madre, al marido; en el gobierno particular del alma, al director y al confesor particular.

Haz que tu padre espiritual te ordene los actos de piedad que has de practicar, porque así saldrán mejorados y será doble su gracia y su bondad: una, por razón de si mismos, por ser actos piadosos; otra, por razón de la obediencia, que los habrá dispuesto, y por la cual habrán sido hechos. Bienaventurados los obedientes, porque jamás permitirá Dios que se extravíen.


CAPÍTULO XII
DE LA NECESIDAD DE LA CASTIDAD


La castidad es el lirio de las virtudes; ella hace a los hombres iguales a los ángeles; nada es bello sino por la pureza, y la pureza de los hombres es la castidad. La castidad se llama honestidad, y su profesión, honra; también se llama integridad, y su contrario, corrupción; resumiendo, ella tiene la gloria particular de ser la bella y blanca virtud del alma y del cuerpo.

Nunca es lícito permitirse cualquier placer impúdico de nuestro cuerpo, sea cual fuere.

El corazón casto es como la madreperla, que no puede recibir ninguna gota de agua que no baje del cielo

Por el primer grado de esta virtud, guárdate, Filotea, de admitir ninguna clase de delectación, que esté prohibida y vedada. Por el segundo grado, huye, cuanto te sea posible, de las delectaciones inútiles y superfluas, aunque sean lícitas y estén permitidas. Por el tercero, no pongas afecto en los placeres y deleites.

Las vírgenes necesitan una castidad en extremo simple y delicada, para alejar de su corazón toda suerte de pensamientos curiosos y para despreciar, con desdén absoluto, toda clase de placeres inmundos, los cuales, ciertamente, no merecen ser deseados por los hombres, puesto que los jumentos y los cerdos son más capaces de ellos. Guárdense, pues, mucho, las almas puras, de poner jamás en duda que la castidad es incomparablemente mejor que todo cuanto le es incompatible, porque, como dice San Jerónimo, el enemigo, empuja con violencia a las vírgenes al deseo de probar las delectaciones, representándoselas como infinitamente más agradables y sabrosas de lo que son, cosa que, con frecuencia, las perturba en gran manera, porque, como añade este Santo Padre, creen que es más delicioso lo que desconocen. Porque, así como la mariposa al ver la llama, anda revoloteando curiosamente en torno de ella, para ver si es tan deliciosa como hermosa, y empujada por esta ilusión, no cesa, hasta que perece en la primera prueba, del mismo modo, los jóvenes, de tal manera se dejan cautivar por la falsa y necia afición al placer de las llamas voluptuosas, que, después de muchos pensamientos curiosos, acaban por perderse y arruinarse en ellas, y, en esto, son más necios que las mariposas, puesto que éstas tienen algún motivo para creer que el fuego es delicioso, porque es tan bello, mientras que ellos, sabiendo que lo que buscan es extremadamente deshonesto, no por ello dejan de tener en más estima la loca y brutal delectación.

Ves, pues, que la castidad es necesaria. «Procurad la paz con todos, dice el Apóstol, y la santidad, sin la cual nadie verá a Dios». Ahora bien, por la santidad entiende la castidad, como dice San Jerónimo y hace notar San Crisóstomo. No, Filotea, «nadie verá a Dios sin la castidad, nadie habitará en su santo tabernáculo, si, no es limpio de corazón»; y, como dice el mismo Salvador, «los perros y los impúdicos serán ahuyentados», y « bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».


CAPÍTULO XIII
AVISOS PARA CONSERVAR LA CASTIDAD



Seas extremadamente pronta en alejarte de todos los senderos y de todos los incentivos de la impureza, porque este mal obra insensiblemente, Y, de comienzos muy insignificantes, va a parar a grandes catástrofes; siempre es más fácil huir que curarse. Los cuerpos humanos son como los vasos de cristal, que no se pueden llevar de manera que froten los unos con los otros, sin peligro de que se rompan, y como la fruta, que, por entera y sazonada que esté, se avería, si toca la una con la otra. La misma agua, por fresca que sea dentro de un vaso, no puede conservar la frescura durante mucho tiempo, si es tocada por algún animal de la tierra. No permitas jamás, Filotea, que nadie te toque, ni para bromear ni para acariciarte, porque, aunque, por casualidad, se pudiera conservar la castidad en medio de estas acciones, antes ligeras que maliciosas, no obstante, la frescura y la flor de la castidad reciben de ellas detrimento y pérdida; pero dejarse tocar deshonestamente es la ruina completa de la castidad.

La castidad brota del corazón como de un manantial, pero se refiere al cuerpo como a su materia; por esto se pierde por todos los sentidos del cuerpo y por los pensamientos y deseos del corazón. Es impúdico mirar, oír, hablar, oler, tocar cosas deshonestas, cuando el corazón se entretiene y se complace en ellas. San Pablo dice sin ambajes: «La fornicación ni siquiera se nombre entre nosotros». Las abejas no solamente no quieren tocar las cosas podridas, sino que huyen y aborrecen en extremo toda suerte de malos olores que de ellas emanan. La sagrada Esposa, en el Cantar de los Cantares, tiene las manos que destilan mirra, licor que preserva de la corrupción; sus labios están protegidos por una cinta carmesí, símbolo del pudor en las palabras; sus ojos son de paloma, a causa de su nitidez; sus orejas llevan pendientes de oro, señal de pureza; su nariz está siempre entre los cedros del Líbano, madera incorruptible. Tal ha de ser el alma devota: casta, pura, honesta de manos, de labios, de oídos, de ojos y de todo su cuerpo.

A este propósito, te repito las palabras que el antiguo padre Juan Casiano refiere como salidas de labios del gran San Basilio, el cual, hablando de sí mismo, dijo un día: «Yo no sé lo que son las mujeres y, no obstante, no soy virgen». Ciertamente, la castidad puede perderse de tantas maneras cuantas son las clases de lascivias y de impurezas, las cuales, según sean grandes o pequeñas, unas debilitan, otras hieren y otras dan muerte al instante. Hay ciertas familiaridades y pasiones indiscretas, frívolas y sensuales, las cuales, propiamente hablando, no violan la castidad y, no obstante, la debilitan, la enflaquecen y empañan su hermosa blancura. Hay otras libertades y pasiones, no sólo indiscretas, sino viciosas; no sólo frívolas, sino deshonestas; no sólo sensuales, sino carnales, y de éstas, la castidad sale, a lo menos, malparada y comprometida. Digo «a lo menos», porque muere y sucumbe del todo, cuando las ligerezas y la lascivia producen en la carne el último efecto del placer voluptuoso, pues entonces la castidad sucumbe más indigna, vil y desgraciadamente que cuando perece por la fornicación, el adulterio o el incesto, porque estas últimas especies de vileza son tan sólo pecado, mientras que las demás, como dice Tertuliano en su libro De pudicitia, son monstruos de iniquidad y de pecado. Ahora bien, Casiano no cree, ni yo tampoco, que San Basilio se refiera a un tal desorden, cuando se acusa de no ser virgen, porque, sin duda, se refiere tan sólo a los malos y voluptuosos pensamientos, los cuales, aunque no hubiesen maculado su cuerpo, podían, no obstante, haber contaminado el corazón, de cuya castidad las almas santas son en extremo celosas,

No trates, en manera alguna, con personas impúdicas, sobre todo si, además, son desvergonzadas, como suelen serlo casi siempre; porque así como los machos cabríos, al lamer los almendros dulces, los convierten en amargos, así también estas almas malolientes y estos corazones infectos no hablan con persona alguna, del mismo o de diferente sexo, a cuyo pudor no causen algún detrimento: tienen el veneno en los ojos y en el aliento, como el basilisco. Al contrario, trata con personas castas y virtuosas; piensa y lee con frecuencia las cosas sagradas, porque «la palabra de Dios es casta» y hace castos a los que se dan a ella, por lo que David la compara con el topacio, piedra preciosa que tiene la propiedad de adormecer el ardor de la concupiscencia.

Procura estar siempre cerca de Jesucristo crucificado, espiritualmente por la meditación, y realmente por la sagrada Comunión, porque, así como los que duermen sobre la hierba llamada agnus-castus, se hacen castos y honestos, de la misma manera, si tu corazón descansa sobre Nuestro Señor, que es el verdadero Cordero casto e inmaculado, verás presto tu alma y tu corazón purificado de toda mancha y lubricidad.


CAPÍTULO XIV
DE LA POBREZA DE ESPÍRITU PRACTICADA EN MEDIO DE LAS RIQUEZAS


« Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» ; luego, desgraciados los ricos de espíritu, porque de ellos es la desgracia del infierno. Es rico de espíritu aquel que tiene las riquezas en su espíritu o su espíritu en las riquezas; aquel es pobre de espíritu, que no tiene las riquezas en su espíritu ni su espíritu en las riquezas. Los halcones construyen sus nidos en forma de pelota y sólo dejan en ellos una abertura en la parte superior; los dejan en la orilla, junto al mar, y los hacen tan fuertes e impenetrables, que, aunque se los lleven las olas, nunca puede entrar en ellos el agua, sino que siempre flotan, y permanecen en medio del mar, sobre el mar y como señores del mar. Tu corazón, querida Filotea, ha de ser como estos nidos, abierto solamente al cielo e impenetrable a las riquezas y a las cosas perecederas; si posees alguna de estas cosas, guarda tu corazón libre de todo afecto a ellas; haz que siempre se mantenga por encima de todo y que, en medio de las riquezas, permanezca sin riquezas y sea señor de las riquezas. No, no pongas este espíritu celestial en las riquezas de la tierra; haz que se conserve siempre superior, sobre ellas y no debajo de ellas.

Hay mucha diferencia entre poseer venenos y ser envenenados. Así todos los farmacéuticos tienen venenos, para servirse de ellos en diversas ocasiones, pero no, por ello, están envenenados, porque no tienen el veneno en su cuerpo, sino en sus tiendas. De la propia manera puedes tú tener riquezas sin ser emponzoñada por ellas; así ocurrirá si las tienes en tu bolsillo o en tu casa, pero no en tu corazón. Ser rico de hecho y, a la vez, pobre de espíritu, he aquí la gran felicidad del cristiano, porque, de esta manera, goza de las ventajas de la riqueza en este mundo y del mérito de la pobreza en el otro.

¡Ali Filotea! Jamás confesará nadie que es avaro; todos quieren ser tenidos por libres de esta bajeza y vileza del corazón. Unos dan por excusa la pesada carga de los hijos; otros dicen que la prudencia exige allegar recursos; nunca hay bastante, y siempre se descubren necesidades para tener más; aun los más avaros no sólo no confiesan que lo son, pero ni siquiera lo creen en su conciencia; porque la avaricia es una fiebre prodigiosa, que se vuelve más insensible cuanto es más violenta y ardorosa. Moisés vió, que el fuego sagrado quemaba una zarza y no la consumía; el fuego profano de la avaricia quema y devora al avariento, pero no le consume; al contrario, el avaro, en medio de los ardores y calores más excesivos, se gloria de sentir el fresco más agradable del mundo y cree que su sed insaciable es una sed enteramente natural y ligera.

Si durante mucho tiempo, apeteces, con ardor e inquietud, los bienes que no posees, aunque andes diciendo que no los quieres poseer injustamente, no por ello dejas de ser avaro de verdad. El que ardorosamente, durante mucho tiempo y con inquietud, desea beber, aunque sólo quiera beber agua, da pruebas de que tiene calentura.

¡ Filotea ! No sé si es un deseo justo el desear poseer justamente lo que otros justamente poseen; pues parece que, con este deseo, lo que quisiéramos sería acomodarnos mediante la incomodidad del prójimo. Cuando alguno posee un bien justamente, ¿no es más justo que él lo guarde justamente, que desear nosotros poseerlo aunque sea con justicia? ¿Por qué, pues, hacemos recaer nuestros deseos sobre el bien de los demás, para privarles de él? Ciertamente, aunque fuese justo este deseo, no sería caritativo, porque nosotros no quisiéramos que nadie desease, aunque fuese justamente, lo que justamente queremos conservar. Tal fue el pecado de Acab, el cual quiso poseer, sin injusticia, la viña de Nabot, quien, más justamente todavía, deseaba conservarla; la deseó con ardor, durante mucho tiempo, y con afán, con lo cual ofendió a Dios.

Antes de desear los bienes del prójimo, amada Filotea, aguarda que comience a querer desprenderse de ellos, pues entonces su deseo hará que el tuyo no sólo sea justo, sino también conforme a la caridad. Y digo esto, porque deseo que te preocupes de acrecentar tus bienes y caudales, con tal que lo hagas, no sólo según justicia, sino también con dulzura y caridad.

Si sientes gran afecto a los bienes que posees, si te traen muy atareada y pones en ellos el corazón, esclavizando a ellos tu pensamiento y temiendo perderlos, con un miedo intenso e impaciente, ello es debido a que padeces todavía cierta fiebre; porque los calenturientos suelen beber el agua que les dan con una avidez, con una especie de atención y presteza, que no tienen los que están sanos; no es posible complacerse mucho en una cosa, sin ponerle mucho afecto. Si te acontece que, al perder alguno de tus bienes, sientes que tu corazón queda muy desolado y afligido, créeme, Filotea, ello es debido a que le tenías mucha afición, porque no hay señal mayor del afecto a una cosa perdida que la aflicción causada por su pérdida.

No desees, pues, con un deseo completo y formal el bien que no posees; no introduzcas muy adentro de tu corazón el que ya tienes; no te aflijas por las pérdidas que puedan sobrevenir, y entonces tendrás motivos para creer que, siendo rica de hecho, no lo eres de afecto, sino que eres pobre de espíritu, y, por lo tanto, bienaventurada, porque «tuyo es el reino de los cielos».


CAPÍTULO XV
CÓMO HA DE PRACTICAR LA POBREZA REAL EL QUE ES RICO DE HECHO


El pintor Parrasio pintó al pueblo ateniense de una manera muy ingeniosa, representándolo con un carácter diverso y variable, colérico, injusto, inconstante, cortés, clemente, misericordioso, altivo, glorioso, humilde, valiente y pusilánime y todo esto en un conjunto; pero yo, amada Filotea, quisiera poner juntas en tu corazón la riqueza y la pobreza, un gran cuidado y un gran desprecio de las cosas temporales.

Has de tener mucho más interés del que tienen los mundanos en hacer que tus bienes sean útiles y fructuosos. Dime: los jardineros de los grandes príncipes ¿no son mucho más solícitos y diligentes en cultivar y embellecer los jardines que tienen bajo su cuidado, que si fuesen de su propiedad? ¿Por qué esto? Sin duda, porque consideran aquellos jardines como jardines de príncipes y de reyes, a los cuales desean hacerse gratos por estos servicios. Ahora bien, Filotea, los bienes que tenemos no son nuestros: Dios nos los ha dado y quiere que los hagamos útiles y fructuosos, por lo que le prestamos un servicio agradable cuando tenemos este cuidado.

Pero conviene que sea un cuidado más grande y más sólido que el que tienen los mundanos de sus bienes, porque éstos sólo trabajan por amor de sí mismos, y nosotros hemos de trabajar por amor de Dios; ahora bien, así como el amor de sí mismo es un amor violento, turbulento e inquieto, así también el cuidado que produce está lleno de turbación, de tristeza y de inquietud; y, así como el amor de Dios es dulce, apacible y tranquilo, así la solicitud que de él se deriva, aunque se trate de los bienes de la tierra, es amable, dulce y graciosa. Tengamos, pues, este cuidado amable de la conservación, y aun del aumento, de nuestros bienes temporales, cuando se ofrezca ocasión justa para ello y en cuanto lo exija nuestra condición, ya que Dios quiere que así lo hagamos por su amor.

Pero procura que el amor propio no te engañe, porque, a veces, de tal manera remeda el amor de Dios, que se corre el riesgo de creer que ambos son una misma cosa. Ahora bien, para impedir que te engañe y que este cuidado de los bienes temporales degenere en avaricia, además de lo que te he dicho en el capítulo precedente, es menester practicar con mucha frecuencia la pobreza real y efectiva, en medio de todos los bienes y riquezas que Dios nos haya dado.

Despréndete siempre de alguna parte de tus haberes, dándolos de corazón a los pobres; porque dar de lo que se posee es empobrecerse algún tanto, y, cuanto más des, más pobre serás. Es cierto que Dios te lo devolverá, no sólo en el otro mundo, sino también en éste, porque nada ayuda tanto a prosperar como la limosna; siempre serás pobre de ello. ¡ Oh! ¡Santa y rica pobreza la que nace de la limosna!

Ama a los pobres y a la pobreza, porque, mediante este amor, llegarás a ser verdaderamente pobre, porque, como dice la Escritura, nosotros nos volvemos como las cosas que amamos. El amor hace iguales a los amantes. ¿Quién es débil -dice San Pablo-, que yo no lo sea con él?» Y hubiera podido decir: «¿Quién es pobre, que yo no lo sea con él?» porque el amor le hacía ser como aquellos a quienes amaba. Si, pues, amas a los pobres, serás verdaderamente amante de su pobreza, y pobre como ellos. Ahora bien, si amas a los pobres, has de andar con frecuencia entre ellos; complácete en hablarles; no te desdeñes de que se acerquen a ti en las iglesias, en las calles y en todas partes. Seas con ellos pobre de palabra, hablándoles como una amiga, pero seas rica de manos, dándoles de tus bienes, ya que eres poseedora de riquezas.

¿Quieres hacer más, Filotea? No te contentes con ser pobre con los pobres, sino procura ser más pobre que los pobres, ¿De qué manera? «El siervo es menos que su señor». Hazte, pues, sierva de los pobres. Sírveles en el lecho cuando están enfermos, con tus propias manos; seas su cocinera a costa tuya; seas su costurera y su lavandera. ¡Oh, Fílotea! este servicio es más glorioso que una realeza.

Nunca he admirado lo bastante el fervor con que este consejo fue practicado por San Luis, uno de los grandes reyes que ha habido en el mundo -gran rey, digo; rey de toda clase de grandezas- Servía con frecuencia a los pobres, a quienes sustentaba, y, casi todos los días, hacía sentar tres a su mesa; con frecuencia comía de sus sobras, con un amor sin igual. Cuando visitaba los hospitales (cosa que hacía muy a menudo), solía servir a los que padecían los males más horribles, como a los leprosos, a los cancerosos y a otros semejantes, y les servía con la cabeza descubierta y de rodillas, respetando, en su persona, al Salvador del mundo, y amándolos con un afecto tan tierno como el de una dulce madre para con su hijo. Santa Isabel, hija del rey de Hungría, estaba ordinariamente entre los pobres ´ y, a veces, se complacía en aparecer en medio de sus damas vestida como una mujer pobre, y les decía: «Si fuese pobre, vestiría así». ¡Ah, amada Fílotea! ¡Qué pobres eran este príncipe y esta princesa, en medio de sus riquezas, y que ricos en su pobreza!

«Bienaventurados los que son pobres de esta manera, porque de ellos es el reino de los cielos». «Tenía hambre, y vosotros me disteis de comer; tenía frío, y vosotros me cubristeis; tomad posesión del reino que os ha sido preparado desde la creación del mundo», dirá el Rey de los pobres y Rey de los reyes en su gran juicio.

Nadie hay que, alguna vez, no tenga alguna privación o alguna falta de comodidades. A veces acontece que llega un huésped, al que quisiéramos y deberíamos agasajar, y no hay manera de hacerlo en aquel momento; que tenemos los buenos trajes en otra parte, y nos hacen falta para acudir a donde hay que ir por compromiso; que todos los vinos de la bodega se han echado a perder y están agrios: los únicos que tenemos son malos y recientes; que estamos en el campo, en una mala choza, sin cama ni habitación, ni mesa, ni servicio. Finalmente, por rica que sea una persona, es muy fácil que, con frecuencia, le falte alguna cosa necesaria; ésta es, pues, la manera de ser pobre en las cosas que nos faltan. Filotea, alégrate de estas ocasiones, acéptalas de buen grado y súfrelas gozosamente.

Cuando te sobrevengan contratiempos, que te empobrezcan poco a poco, como tempestades, fuego, inundaciones, esterilidades, hurtos, pleitos, ¡ah!, entonces tienes buena coyuntura para practicar la pobreza, recibiendo con dulzura estas disminuciones de intereses y adaptándote con paciencia y constancia a este empobrecimiento. Esaú se presentó a su padre con las manos cubiertas de pelo, y Jacob hizo lo mismo; mas, como quiera que el pelo que estaba en las manos de Jacob no era de su propia piel, sino de los guantes, se le podía arrancar, sin incomodarle ni martirizarle; por el contrario, como la piel de las manos de Esaú era naturalmente peluda, si le hubiesen querido arrancar el pelo, le hubieran causado dolor; él hubiera gritado y se hubiera enardecido para defenderse. Cuando tenemos nuestros bienes en el corazón, si el mal tiempo, o los ladrones, o algún tramposo nos arrebata una parte de ellos, ¡qué quejas, qué turbaciones, qué impaciencias no sentimos! Pero, cuando nuestros bienes no nos preocupan más de lo que Dios quiere, y no los tenemos en el corazón, si acontece que nos los arrancan ´ no perdemos, por ello el juicio ni la tranquilidad. Es la misma diferencia que existe entre las bestias y el hombre en cuanto al vestir: el ropaje de las bestias está adherido a la carne; el de los hombres es tan sólo postizo, y pueden quitárselo o ponérselo, según les plazca.