CAPÍTULO I
DE LA ELECCIÓN QUE CONVIENE HACER
EN CUANTO AL EJERCICIO DE LAS VIRTUDES
El rey de las abejas nunca penetra en los campos si no va rodeado de su pequeño pueblo, y la caridad nunca entra en un corazón si no lleva consigo todo el séquito de las demás virtudes, a las que ejercita y hace trabajar, como un capitán a sus soldados; pero no las pone en acción ni súbitamente, ni de la misma manera, ni siempre, ni en todas partes. El justo es «como el árbol plantado junto a la corriente de las aguas´ que lleva su fruto a su tiempo», porque la caridad, al rociar una alma, produce en ella las obras de virtud, y cada una a su debido tiempo.
«La música -dice el Proverbio-, es inoportuna en un duelo». Muchos padecen de un defecto, a saber, que cuando emprenden la práctica de una virtud particular, se obstinan en hacer actos de la misma en toda clase de ocasiones, y, como aquellos antiguos filósofos, quieren o siempre reír o siempre llorar; y aun se conducen peor cuando censuran o critican a los que no practican siempre aquellas mismas virtudes tal como ellos lo hacen. «Hay que alegrarse con los que están alegres y llorar con los que lloran», dice el Apóstol, y «la caridad es paciente, benigna», generosa, prudente, condescendiente.
Hay, no obstante, algunas virtudes que tienen un alcance casi universal, que no han de hacer sus actos aisladamente, sino que han de derramar sus cualidades sobre los actos de las demás virtudes. No son muy frecuentes las ocasiones de practicar la fortaleza, la magnanimidad, la magnificencia; pero la dulzura, la templanza, la honestidad y la humildad son unas virtudes que han de informar todas las acciones de nuestra vida. Hay virtudes más excelentes que éstas: el uso, empero, de éstas es más necesario. El azúcar es más excelente que la sal; pero el uso de la sal es más frecuente y más general. Por esta causa, es conveniente tener siempre dispuesta una buena provisión de esas virtudes generales, pues es menester servirse de ellas casi continuamente.
Entre los ejercicios de las virtudes, hemos de escoger el que cuadre mejor con nuestro cargo, y no el que es más conforme a nuestro gusto. Santa Paula sentía mucho placer en las asperezas de las mortificaciones corporales, para gozar más fácilmente de las dulzuras espirituales, pero mayor era el deber de obediencia a sus superiores, por lo cual reconoce San Jerónimo que era merecedora de reprensión, porque, contra el parecer de su obispo, hacía abstinencias inmoderadas. Por el contrario, los apóstoles, encargados de predicar el Evangelio por todo el mundo y de distribuir el pan del cielo a las almas, creyeron, muy acertadamente, que habrían obrado mal si se hubiesen distraído de este santo ejercicio para practicar la virtud de socorrer a los pobres, aunque esta virtud sea muy excelente. Cada vocación tiene necesidad de practicar alguna especial virtud: unas son las virtudes del prelado, otras las del príncipe, otras las del soldado, otras las de una mujer casada, otras las de una viuda; y, aunque todos han de tener todas las virtudes, no todos, empero, las han de practicar igualmente, sino que cada uno ha de ejercitarse, particularmente, en aquellas que exige el género de vida a que ha sido llamado.
Entre las virtudes que no afectan a nuestros deberes particulares, hemos de preferir las más excelentes a las más vistosas. Los cometas nos parecen, por lo regular, mayores que las estrellas, y, aparentemente, lo son; no obstante, ni en grandeza ni en calidad pueden compararse con ellas; nos parecen mayores únicamente porque están más cerca de nosotros, y en un medio más denso, comparado con el de las estrellas. De la misma manera, hay ciertas virtudes que, por estar más cerca de nosotros, porque son sensibles, y por decirlo así, materiales, son muy apreciadas y siempre preferidas por el vulgo, el cual tiene en más la limosna material que la espiritual, el cilicio, el ayuno, el despojo, la disciplina y las mortificaciones del cuerpo, que la dulzura, la benignidad, la molestia y otras mortificaciones del corazón, que, no obstante, son mucho más excelentes. Escoge, pues, Filotea, las virtudes mejores y no las más apreciadas; las más excelentes y no las más vistosas, las más buenas y no las de más relumbrón.
Es muy útil que cada uno elija un ejercicio particular de alguna virtud, no para olvidar las demás, sino para tener el espíritu más ajustadamente ordenado y ocupado. Una hermosa doncella, más resplandeciente que el sol, regiamente adornada y embellecida y coronada de olivo, se apareció a San Juan, obispo de Alejandría, y le dijo: «Yo soy la hija del gran rey; si tú puedes tenerme por amiga, te conduciré a su presencia». Entendió el santo que era la misericordia con los pobres lo que Dios le recomendaba, y, en adelante, se consagró totalmente al ejercicio de esta virtud, por lo que, en todas partes, se le llamaba San Juan el Limosnero. Eulogio Alejandrino, deseando hacer algún particular servicio a Dios, y no sintiéndose bastante fuerte ni para emprender la vida solitaria, ni para ponerse bajo la obediencia de otro, cogió en su casa a un pobre todo él lleno de lepra y deshecho, para ejercitar la caridad y la mortificación, y para practicarlo más dignamente, hizo voto de honrarle, tratarle y servirle como un criado a su amo y señor. Tentados el leproso y Eulogio de separarse el uno del otro, consultaron al gran San Antonio, el cual les dijo: «Guardaos, hijos míos, de separaros, porque teniendo ambos muy cerca vuestro fin, si el ángel no os encuentra juntos, correréis gran peligro de perder vuestras coronas».
El rey San Luis visitaba, como por voto, los hospitales, y servía a los enfermos con sus propias manos. San Francisco amaba, sobre todo, la pobreza, a la que llamaba su dama; Santo Domingo se entregó a la predicación, de la cual tomó el nombre su Orden. A San Gregorio el Grande le gustaba tratar con delicadeza a los peregrinos, a ejemplo del gran Abralián, y, como éste hospedó al Rey de la gloria, bajo la forma de un peregrino. Tobías practicaba la caridad enterrando a los difuntos; santa Isabel, a pesar de ser tan gran princesa, amaba mucho la propia abyección; Santa Catalina de Génova habiendo quedado viuda, se consagró al servicio del hospital. Cuenta Casiano que una devota doncella, que deseaba ser ejercitada en la virtud de la paciencia, acudió a San Atanasio, el cual, para complacerla, le envió una pobre viuda malhumorada, irascible, quejumbrosa e insoportable, la cual, regañando siempre a esta devota joven, le dio ocasión de practicar dignamente la dulzura y la condescendencia.
Así, entre los siervos de Dios, unos se consagran al servicio de los enfermos, otros a socorrer a los pobres, otros a enseñar la doctrina cristiana a los niños, otros a guiar a las almas perdidas y extraviadas, otros a cuidar de las iglesias y a adornar los altares, y otros a fomentar la concordia y la paz entre los hombres. Imitan, en esto, a los bordadores, los cuales, sobre diversos fondos, combinan, con hermosa variedad, las sedas, el oro y la plata para hacer toda clase de flores; así, estas almas piadosas que emprenden algún ejercicio particular de devoción, se sirven de él, como de un fondo, para su bordado espiritual, sobre el cual practican la variedad de todas las demás virtudes, y tienen, de esta manera, sus acciones y afectos muy unidos y ordenados, porque los relacionan con su ejercicio principal, y así hacen que sea más hermosa su alma, con su vistoso tejido de oro ataviada, y con todas las filigranas bien bordada.
Cuando somos combatidos por algún vicio, es preciso, en la medida de lo posible, emprender la práctica de la virtud contraria, haciendo que todas las demás cooperen, pues así venceremos a nuestro enemigo y no dejaremos de avanzar en todas las virtudes.
Si me siento combatido por el orgullo o por la ira, será menester que, en todas las cosas, me incline y me doblegue del lado de la humildad y de la mansedumbre, y que, hacia este fin, enderece los demás ejercicios de la oración, de los sacramentos, de la prudencia, de la constancia, de la sobriedad. Porque así como los jabalíes para afilar sus defensas, las frotan y afirman con los demás dientes, los cuales, a su vez, quedan con ello muy finos y cortantes, así el hombre virtuoso, después de haber cometido la empresa de perfeccionarse en la virtud que le es más necesaria para su defensa, la ha de pulir y limar con el ejercicio de las demás virtudes, las cuales, a la vez afilan aquélla, se hacen ellas mismas más excelentes y perfectas, como le ocurrió a Job, que, al practicar, de un modo especial, la paciencia, contra las tentaciones que le acometieron, se hizo santo y virtuoso en toda suerte de virtudes. Y aún ha ocurrido que, como dice San Gregorío Nacianceno, por un solo acto de virtud, practicado con perfección, una persona ha llegado a la cumbre de la santidad, y pone como ejemplo Rahab, el cual, por haber practicado de una manera perfecta la hospitalidad, llegó a una gloria suprema; pero esto se entiende de cuando el acto se hace de una manera excelente, con gran fervor y caridad.
Dice muy bien San Agustín que los que comienzan a ejercitarse en la devoción cometen ciertas faltas, que, si atendemos al rigor de las leyes de la perfección, han de ser castigadas, pero que, no obstante, son loables por el buen presagio que revelan de una futura excelencia en la piedad, para la cual incluso sirven de disposición. Aquel servil y vulgar temor que engendran los excesivos escrúpulos en las almas recién salidas del camino del pecado, es una virtud recomendable en los que comienzan, y augurio seguro de una futura pureza de conciencia; pero este mismo temor sería vituperable en los que están muy adelantados, en cuyo corazón ha de reinar el amor, que, poco a poco, aleja esta clase de temor servil.
San Bernardo era, al principio, muy riguroso y muy áspero con los que se acogían a su dirección, a los cuales decía, sin preámbulos, que habían de dejar el cuerpo e ir a él solamente con el espíritu. Cuando oía sus confesiones, reprendía con una severidad extraordinaria toda suerte de faltas, por pequeñas que fuesen, y de tal manera movía a los pobres principiantes hacia la perfección, que, a fuerza de empujarlos, más bien los alejaba de ella; porque perdían el ánimo y el aliento al sentirse con tanta violencia arrastrados por una subida tan alta y tan empinada. Como ves, Filotea, era el celo ardentísimo de una perfecta pureza lo que inducía a aquel gran santo a seguir este método, y aquel celo era una gran virtud, pero virtud que no dejaba de ser reprensible. Por esto, el mismo Dios, por medio de una sagrada aparición, le corrigió, y derramó sobre su alma un espíritu dulce, suave, amable y delicado, merced al cual, fue todo otro, se acusó de haber sido tan exigente y severo, y llegó a ser tan afable y condescendiente con cada uno, que se hizo «todo» a todos para ganarlos a todos.
San Jerónimo, después de haber referido que Santa Paula, su amada hija espiritual, era, no sólo excesiva, sino pertinaz en sus mortificaciones, de suerte que no quería someterse a la orden en contra que su obispo, San Epifanio, le había dado en este punto, y que, además de esto, de tal manera se dejaba dominar por la tristeza, cuando moría alguno de los suyos, que siempre estaba en peligro de muerte, añade: «Dirán que, en lugar de escribir las alabanzas de esta santa, escribo las censuras y vituperios. Pongo por testigo a Jesús, a quien ella ha servido, y al cual yo quiero servir, que no miento, ni por exceso ni por defecto, sino que escribo ingenuamente lo que ella es, como un cristiano debe escribir de una cristiana, es decir, que escribo la historia, y no un panegírico, y que sus vicios son las virtudes de los demás».
Quiere decir que las imperfecciones y los defectos de Santa Paula, serían virtudes en un alma menos perfecta, como, en efecto, hay actos que son considerados como imperfecciones en los que son perfectos, los cuales actos serían tenidos como grandes perfecciones en los que son imperfectos. Es muy buena señal, en un enfermo, la hinchazón de las piernas durante su convalecencia, porque ella revela que la naturaleza, al ser reforzada, elimina los malos humores, que en ella están de más; pero esta misma señal sería mala, en quien no estuviese enfermo, porque denotaría que la naturaleza no tiene la fuerza suficiente para hacer desaparecer y resolver los humores. Filotea, hemos de tener buen concepto de aquellos que practican las virtudes, aunque sea con imperfecciones, pues los mismos santos las practicaron, con frecuencia, de esta manera; pero, en cuanto a nosotros, hemos de tener cuidado de practicarlas, no sólo con fidelidad, sino también con prudencia, y, con este objeto, hemos de observar con todo rigor la advertencia del Sabio: «no estribes en tu propia prudencia», sino en la de aquellos que Dios nos ha dado por directores.
Hay muchas cosas que se toman por virtudes y que no lo son en manera alguna. Acerca de ellas quiero decirte cuatro palabras: tales son los éxtasis, los arrobamientos, las insensibilidades, las uniones deificadas, las elevaciones, las transformaciones y otras perfecciones por el estilo, de que tratan algunos libros, los cuales ofrecen elevar al alma hasta la contemplación puramente intelectual, a la aplicación esencial del espíritu y a la vida supereminente. Pues bien, Filotea, estas perfecciones no son virtudes, sino más bien recompensas que Dios otorga por las virtudes, o, mejor aún, una muestra de los goces de la vida futura, que alguna vez se concede a los hombres, para hacerles desear su total posesión, que sólo se encuentra en el cielo. Por lo mismo, no hay que aspirar a estas gracias, pues no son, en manera alguna, necesarias para servir bien y amar a Dios, lo cual ha de ser nuestro único anhelo. Además, con mucha frecuencia, son gracias que no podemos alcanzar con nuestro esfuerzo y trabajo, ya que más bien son pasiones que acciones, que podemos recibir, pero no producir en nosotros. Añado que no nos hemos de proponer otra cosa que llegar a ser personas de bien, devotas, hombres piadosos, mujeres piadosas; en esto, pues, hemos de trabajar; y si Dios quiere elevarnos a estas perfecciones angélicas, también seremos buenos ángeles; pero, entretanto, ejercitémonos sencilla, humilde y devotamente en las pequeñas virtudes, cuya adquisición ha propuesto Nuestro Señor a nuestro esfuerzo y trabajo; como la paciencia, la bondad, la mortificación del corazón, la humildad, la obediencia, la pobreza, la castidad, la amabilidad con el prójimo, el sufrir sus imperfecciones, la diligencia, el santo fervor.
Dejemos, pues, de buen grado, las sublimidades a las almas muy encumbradas: nosotros no merecemos un lugar tan alto en el servicio de Dios; dichosos seremos, si le servimos en la cocina, en la despensa, de lacayos, de mozos de cuerda, de camareros; es cosa de su incumbencia, si le parece bien llamarnos a su cámara y a su consejo privado. Sí, Filotea, porque este Rey de la gloria, no recompensa a sus servidores según la dignidad del cargo que ocupan, sino según el amor y la humildad con que los desempeñan. Saúl, mientras iba en busca de los asnos de su padre, encontró el reino de Israel; Rebeca, mientras daba de beber a los camellos de Abrahán, llegó a ser esposa de su hijo; Rut, cogiendo espigas, detrás de los segadores de Booz, y recostándose a sus pies, fue llamada a su lado y fue hecha esposa suya.
Hay, no obstante, algunas virtudes que tienen un alcance casi universal, que no han de hacer sus actos aisladamente, sino que han de derramar sus cualidades sobre los actos de las demás virtudes. No son muy frecuentes las ocasiones de practicar la fortaleza, la magnanimidad, la magnificencia; pero la dulzura, la templanza, la honestidad y la humildad son unas virtudes que han de informar todas las acciones de nuestra vida. Hay virtudes más excelentes que éstas: el uso, empero, de éstas es más necesario. El azúcar es más excelente que la sal; pero el uso de la sal es más frecuente y más general. Por esta causa, es conveniente tener siempre dispuesta una buena provisión de esas virtudes generales, pues es menester servirse de ellas casi continuamente.
Entre los ejercicios de las virtudes, hemos de escoger el que cuadre mejor con nuestro cargo, y no el que es más conforme a nuestro gusto. Santa Paula sentía mucho placer en las asperezas de las mortificaciones corporales, para gozar más fácilmente de las dulzuras espirituales, pero mayor era el deber de obediencia a sus superiores, por lo cual reconoce San Jerónimo que era merecedora de reprensión, porque, contra el parecer de su obispo, hacía abstinencias inmoderadas. Por el contrario, los apóstoles, encargados de predicar el Evangelio por todo el mundo y de distribuir el pan del cielo a las almas, creyeron, muy acertadamente, que habrían obrado mal si se hubiesen distraído de este santo ejercicio para practicar la virtud de socorrer a los pobres, aunque esta virtud sea muy excelente. Cada vocación tiene necesidad de practicar alguna especial virtud: unas son las virtudes del prelado, otras las del príncipe, otras las del soldado, otras las de una mujer casada, otras las de una viuda; y, aunque todos han de tener todas las virtudes, no todos, empero, las han de practicar igualmente, sino que cada uno ha de ejercitarse, particularmente, en aquellas que exige el género de vida a que ha sido llamado.
Entre las virtudes que no afectan a nuestros deberes particulares, hemos de preferir las más excelentes a las más vistosas. Los cometas nos parecen, por lo regular, mayores que las estrellas, y, aparentemente, lo son; no obstante, ni en grandeza ni en calidad pueden compararse con ellas; nos parecen mayores únicamente porque están más cerca de nosotros, y en un medio más denso, comparado con el de las estrellas. De la misma manera, hay ciertas virtudes que, por estar más cerca de nosotros, porque son sensibles, y por decirlo así, materiales, son muy apreciadas y siempre preferidas por el vulgo, el cual tiene en más la limosna material que la espiritual, el cilicio, el ayuno, el despojo, la disciplina y las mortificaciones del cuerpo, que la dulzura, la benignidad, la molestia y otras mortificaciones del corazón, que, no obstante, son mucho más excelentes. Escoge, pues, Filotea, las virtudes mejores y no las más apreciadas; las más excelentes y no las más vistosas, las más buenas y no las de más relumbrón.
Es muy útil que cada uno elija un ejercicio particular de alguna virtud, no para olvidar las demás, sino para tener el espíritu más ajustadamente ordenado y ocupado. Una hermosa doncella, más resplandeciente que el sol, regiamente adornada y embellecida y coronada de olivo, se apareció a San Juan, obispo de Alejandría, y le dijo: «Yo soy la hija del gran rey; si tú puedes tenerme por amiga, te conduciré a su presencia». Entendió el santo que era la misericordia con los pobres lo que Dios le recomendaba, y, en adelante, se consagró totalmente al ejercicio de esta virtud, por lo que, en todas partes, se le llamaba San Juan el Limosnero. Eulogio Alejandrino, deseando hacer algún particular servicio a Dios, y no sintiéndose bastante fuerte ni para emprender la vida solitaria, ni para ponerse bajo la obediencia de otro, cogió en su casa a un pobre todo él lleno de lepra y deshecho, para ejercitar la caridad y la mortificación, y para practicarlo más dignamente, hizo voto de honrarle, tratarle y servirle como un criado a su amo y señor. Tentados el leproso y Eulogio de separarse el uno del otro, consultaron al gran San Antonio, el cual les dijo: «Guardaos, hijos míos, de separaros, porque teniendo ambos muy cerca vuestro fin, si el ángel no os encuentra juntos, correréis gran peligro de perder vuestras coronas».
El rey San Luis visitaba, como por voto, los hospitales, y servía a los enfermos con sus propias manos. San Francisco amaba, sobre todo, la pobreza, a la que llamaba su dama; Santo Domingo se entregó a la predicación, de la cual tomó el nombre su Orden. A San Gregorio el Grande le gustaba tratar con delicadeza a los peregrinos, a ejemplo del gran Abralián, y, como éste hospedó al Rey de la gloria, bajo la forma de un peregrino. Tobías practicaba la caridad enterrando a los difuntos; santa Isabel, a pesar de ser tan gran princesa, amaba mucho la propia abyección; Santa Catalina de Génova habiendo quedado viuda, se consagró al servicio del hospital. Cuenta Casiano que una devota doncella, que deseaba ser ejercitada en la virtud de la paciencia, acudió a San Atanasio, el cual, para complacerla, le envió una pobre viuda malhumorada, irascible, quejumbrosa e insoportable, la cual, regañando siempre a esta devota joven, le dio ocasión de practicar dignamente la dulzura y la condescendencia.
Así, entre los siervos de Dios, unos se consagran al servicio de los enfermos, otros a socorrer a los pobres, otros a enseñar la doctrina cristiana a los niños, otros a guiar a las almas perdidas y extraviadas, otros a cuidar de las iglesias y a adornar los altares, y otros a fomentar la concordia y la paz entre los hombres. Imitan, en esto, a los bordadores, los cuales, sobre diversos fondos, combinan, con hermosa variedad, las sedas, el oro y la plata para hacer toda clase de flores; así, estas almas piadosas que emprenden algún ejercicio particular de devoción, se sirven de él, como de un fondo, para su bordado espiritual, sobre el cual practican la variedad de todas las demás virtudes, y tienen, de esta manera, sus acciones y afectos muy unidos y ordenados, porque los relacionan con su ejercicio principal, y así hacen que sea más hermosa su alma, con su vistoso tejido de oro ataviada, y con todas las filigranas bien bordada.
Cuando somos combatidos por algún vicio, es preciso, en la medida de lo posible, emprender la práctica de la virtud contraria, haciendo que todas las demás cooperen, pues así venceremos a nuestro enemigo y no dejaremos de avanzar en todas las virtudes.
Si me siento combatido por el orgullo o por la ira, será menester que, en todas las cosas, me incline y me doblegue del lado de la humildad y de la mansedumbre, y que, hacia este fin, enderece los demás ejercicios de la oración, de los sacramentos, de la prudencia, de la constancia, de la sobriedad. Porque así como los jabalíes para afilar sus defensas, las frotan y afirman con los demás dientes, los cuales, a su vez, quedan con ello muy finos y cortantes, así el hombre virtuoso, después de haber cometido la empresa de perfeccionarse en la virtud que le es más necesaria para su defensa, la ha de pulir y limar con el ejercicio de las demás virtudes, las cuales, a la vez afilan aquélla, se hacen ellas mismas más excelentes y perfectas, como le ocurrió a Job, que, al practicar, de un modo especial, la paciencia, contra las tentaciones que le acometieron, se hizo santo y virtuoso en toda suerte de virtudes. Y aún ha ocurrido que, como dice San Gregorío Nacianceno, por un solo acto de virtud, practicado con perfección, una persona ha llegado a la cumbre de la santidad, y pone como ejemplo Rahab, el cual, por haber practicado de una manera perfecta la hospitalidad, llegó a una gloria suprema; pero esto se entiende de cuando el acto se hace de una manera excelente, con gran fervor y caridad.
CAPÍTULO II
CONTINUACIÓN DEL MISMO RAZONAMIENTO
SOBRE LA ELECCIÓN DE LAS VIRTUDES
Dice muy bien San Agustín que los que comienzan a ejercitarse en la devoción cometen ciertas faltas, que, si atendemos al rigor de las leyes de la perfección, han de ser castigadas, pero que, no obstante, son loables por el buen presagio que revelan de una futura excelencia en la piedad, para la cual incluso sirven de disposición. Aquel servil y vulgar temor que engendran los excesivos escrúpulos en las almas recién salidas del camino del pecado, es una virtud recomendable en los que comienzan, y augurio seguro de una futura pureza de conciencia; pero este mismo temor sería vituperable en los que están muy adelantados, en cuyo corazón ha de reinar el amor, que, poco a poco, aleja esta clase de temor servil.
San Bernardo era, al principio, muy riguroso y muy áspero con los que se acogían a su dirección, a los cuales decía, sin preámbulos, que habían de dejar el cuerpo e ir a él solamente con el espíritu. Cuando oía sus confesiones, reprendía con una severidad extraordinaria toda suerte de faltas, por pequeñas que fuesen, y de tal manera movía a los pobres principiantes hacia la perfección, que, a fuerza de empujarlos, más bien los alejaba de ella; porque perdían el ánimo y el aliento al sentirse con tanta violencia arrastrados por una subida tan alta y tan empinada. Como ves, Filotea, era el celo ardentísimo de una perfecta pureza lo que inducía a aquel gran santo a seguir este método, y aquel celo era una gran virtud, pero virtud que no dejaba de ser reprensible. Por esto, el mismo Dios, por medio de una sagrada aparición, le corrigió, y derramó sobre su alma un espíritu dulce, suave, amable y delicado, merced al cual, fue todo otro, se acusó de haber sido tan exigente y severo, y llegó a ser tan afable y condescendiente con cada uno, que se hizo «todo» a todos para ganarlos a todos.
San Jerónimo, después de haber referido que Santa Paula, su amada hija espiritual, era, no sólo excesiva, sino pertinaz en sus mortificaciones, de suerte que no quería someterse a la orden en contra que su obispo, San Epifanio, le había dado en este punto, y que, además de esto, de tal manera se dejaba dominar por la tristeza, cuando moría alguno de los suyos, que siempre estaba en peligro de muerte, añade: «Dirán que, en lugar de escribir las alabanzas de esta santa, escribo las censuras y vituperios. Pongo por testigo a Jesús, a quien ella ha servido, y al cual yo quiero servir, que no miento, ni por exceso ni por defecto, sino que escribo ingenuamente lo que ella es, como un cristiano debe escribir de una cristiana, es decir, que escribo la historia, y no un panegírico, y que sus vicios son las virtudes de los demás».
Quiere decir que las imperfecciones y los defectos de Santa Paula, serían virtudes en un alma menos perfecta, como, en efecto, hay actos que son considerados como imperfecciones en los que son perfectos, los cuales actos serían tenidos como grandes perfecciones en los que son imperfectos. Es muy buena señal, en un enfermo, la hinchazón de las piernas durante su convalecencia, porque ella revela que la naturaleza, al ser reforzada, elimina los malos humores, que en ella están de más; pero esta misma señal sería mala, en quien no estuviese enfermo, porque denotaría que la naturaleza no tiene la fuerza suficiente para hacer desaparecer y resolver los humores. Filotea, hemos de tener buen concepto de aquellos que practican las virtudes, aunque sea con imperfecciones, pues los mismos santos las practicaron, con frecuencia, de esta manera; pero, en cuanto a nosotros, hemos de tener cuidado de practicarlas, no sólo con fidelidad, sino también con prudencia, y, con este objeto, hemos de observar con todo rigor la advertencia del Sabio: «no estribes en tu propia prudencia», sino en la de aquellos que Dios nos ha dado por directores.
Hay muchas cosas que se toman por virtudes y que no lo son en manera alguna. Acerca de ellas quiero decirte cuatro palabras: tales son los éxtasis, los arrobamientos, las insensibilidades, las uniones deificadas, las elevaciones, las transformaciones y otras perfecciones por el estilo, de que tratan algunos libros, los cuales ofrecen elevar al alma hasta la contemplación puramente intelectual, a la aplicación esencial del espíritu y a la vida supereminente. Pues bien, Filotea, estas perfecciones no son virtudes, sino más bien recompensas que Dios otorga por las virtudes, o, mejor aún, una muestra de los goces de la vida futura, que alguna vez se concede a los hombres, para hacerles desear su total posesión, que sólo se encuentra en el cielo. Por lo mismo, no hay que aspirar a estas gracias, pues no son, en manera alguna, necesarias para servir bien y amar a Dios, lo cual ha de ser nuestro único anhelo. Además, con mucha frecuencia, son gracias que no podemos alcanzar con nuestro esfuerzo y trabajo, ya que más bien son pasiones que acciones, que podemos recibir, pero no producir en nosotros. Añado que no nos hemos de proponer otra cosa que llegar a ser personas de bien, devotas, hombres piadosos, mujeres piadosas; en esto, pues, hemos de trabajar; y si Dios quiere elevarnos a estas perfecciones angélicas, también seremos buenos ángeles; pero, entretanto, ejercitémonos sencilla, humilde y devotamente en las pequeñas virtudes, cuya adquisición ha propuesto Nuestro Señor a nuestro esfuerzo y trabajo; como la paciencia, la bondad, la mortificación del corazón, la humildad, la obediencia, la pobreza, la castidad, la amabilidad con el prójimo, el sufrir sus imperfecciones, la diligencia, el santo fervor.
Dejemos, pues, de buen grado, las sublimidades a las almas muy encumbradas: nosotros no merecemos un lugar tan alto en el servicio de Dios; dichosos seremos, si le servimos en la cocina, en la despensa, de lacayos, de mozos de cuerda, de camareros; es cosa de su incumbencia, si le parece bien llamarnos a su cámara y a su consejo privado. Sí, Filotea, porque este Rey de la gloria, no recompensa a sus servidores según la dignidad del cargo que ocupan, sino según el amor y la humildad con que los desempeñan. Saúl, mientras iba en busca de los asnos de su padre, encontró el reino de Israel; Rebeca, mientras daba de beber a los camellos de Abrahán, llegó a ser esposa de su hijo; Rut, cogiendo espigas, detrás de los segadores de Booz, y recostándose a sus pies, fue llamada a su lado y fue hecha esposa suya.
Ciertamente, las pretensiones muy elevadas de cosas extraordinarias están, en gran manera, expuestas a ilusiones, engaños y falsedades, y ocurre algunas veces que los que se imaginan ser ángeles, no son ni siquiera hombres de bien, y que, en realidad, hay más grandeza en las palabras y en los términos que emplean, que en el sentimiento y en las obras. No obstante, nada hemos de despreciar ni censurar temerariamente, sino que, sin dejar de bendecir a Dios por el encumbramiento de los demás, permanezcamos humildemente en nuestro camino, más bajo, pero más seguro, menos excelente, pero más de acuerdo con nuestra insuficiencia y pequeñez, y, si perseveramos humilde y fielmente en él, Dios nos levantará a grandezas más sublimes.
«Es menester que tengáis paciencia, para que, cumpliendo la voluntad de Dios, alcancéis su promesa», dice el Apóstol. Sí, porque, como había dicho el Salvador, «en vuestra paciencia, poseeréis vuestras almas». Este es el gran bien del hombre, Filotea: poseer su alma; y, conforme es más perfecta nuestra paciencia, más perfectamente también poseemos nuestras almas. Recuerda, con frecuencia, que Nuestro Señor nos ha salvado sufriendo y aguantando, y que, así mismo, nosotros hemos de conseguir nuestra salvación con los sufrimientos y aflicciones, aguantando las injurias, contradicciones y penas, con toda la suavidad que nos sea posible.
No limites tu paciencia a tal o cual clase de injurias y de aflicciones, sino extiéndela universalmente a todas las que Dios te envíe o permita que te sobrevengan. Algunos hay que sólo quieren sufrir las tribulaciones que son honrosas, como, por ejemplo, ser heridos o caer prisioneros en la guerra, ser maltratados a causa de su fe, empobrecerse por algún pleito después de haberlo ganado; mas éstos no aman la tribulación, sino la honra que acarrea. El verdadero paciente y siervo de Dios, de la misma manera sufre las tribulaciones vinculadas a la ignominia, que las honrosas. Ser despreciado, reprendido y acusado por los malos, no es sino dulzura para un hombre de carácter; pero ser reprendido, acusado y maltratado por las personas de bien, por los amigos, por los padres, he aquí donde está el mérito.
CAPÍTULO III
DE LA PACIENCIA
No limites tu paciencia a tal o cual clase de injurias y de aflicciones, sino extiéndela universalmente a todas las que Dios te envíe o permita que te sobrevengan. Algunos hay que sólo quieren sufrir las tribulaciones que son honrosas, como, por ejemplo, ser heridos o caer prisioneros en la guerra, ser maltratados a causa de su fe, empobrecerse por algún pleito después de haberlo ganado; mas éstos no aman la tribulación, sino la honra que acarrea. El verdadero paciente y siervo de Dios, de la misma manera sufre las tribulaciones vinculadas a la ignominia, que las honrosas. Ser despreciado, reprendido y acusado por los malos, no es sino dulzura para un hombre de carácter; pero ser reprendido, acusado y maltratado por las personas de bien, por los amigos, por los padres, he aquí donde está el mérito.
Es más digna de estima la mansedumbre con que San Carlos Borromeo soportó, durante mucho tiempo, las públicas reprensiones que un gran pecador, de una Orden extremadamente reformada, lanzaba contra él desde los púlpitos, que la paciencia con que toleró los ataques de todos los demás. Porque, así como las picaduras de abejas escuecen más que las de las moscas, así el daño que recibimos de las personas buenas y la contradicción de que éstas nos hacen objeto, son más insoportables que las de los demás, y ocurre, con frecuencia, que dos hombres de bien, llenos de buena intención, con motivo de diversidad de opiniones, se causan mutuamente grandes contradicciones y persecuciones.
Seas paciente, no sólo en lo más grande y principal de las aflicciones que te sobrevengan, sino también en lo accesorio y accidental que de ellas se deriva. Muchos querrían soportar algún mal, pero sin sentir la molestia. «Poco me importaría, dice uno, haberme empobrecido, si no fuese porque esto me privará de servir a mis amigos, de educar a mis hijos y de vivir de una manera honrosa, según quisiera». Y otro dirá: «Yo no me apuraría, si no fuese porque el mundo creerá que esto ha ocurrido por mi culpa». Otro fácilmente se conformaría con paciencia, que hablasen mal de él, con tal que nadie creyese al calumniador. Otros quisieran sufrir algunas molestias del mal, pero no todas; no se impacientan, dicen, porque están enfermos, sino porque no tienen recursos para hacerse cuidar, o bien por las molestias que causan a los que les rodean. Mas yo digo, Filotea, que hay que tener paciencia, no sólo para estar enfermo, sino también para tener la enfermedad que Dios quiere, donde quiere, entre las personas que quiere y con las incomodidades que quiere, y así de todas las otras tribulaciones.
Cuando te sobrevenga algún mal, procura combatirlo, según la voluntad de Dios, porque obrar de otra manera sería tentar a su divina Majestad; pero, después, espera con entera resignación el resultado que Dios permita. Si Él quiere que los remedios venzan al mal, le darás las gracias con humildad; pero, si le place que el mal sea más fuerte que los remedios, bendícelo también con paciencia. Soy del parecer de San Gregorio: si eres acusada justamente, por alguna culpa que hayas cometido, humíllate mucho, reconócete merecedora de la acusación que contra ti se ha hecho. Si la acusación es falsa, excúsate con dulzura, negando que seas culpable, porque te obliga a ello la reverencia a la verdad y la edificación del prójimo; pero, si después de tu verdadera y legítima excusa, persiste la acusación, no te perturbes en manera alguna, ni te esfuerces en hacer aceptar tus razones, porque, una vez hayas cumplido tu deber con la verdad, has de cumplirlo con la humildad.
Quéjate tan poco como puedas de las injurias que te hagan, porque es cosa cierta que, ordinariamente, el que suele quejarse peca, porque el amor propio siempre exagera las injurias; pero, sobre todo, no te lamentes en presencia de personas inclinadas a indignarse y a pensar mal. Y, si fuese conveniente desahogarte con alguien, ya para poner remedio a la ofensa, ya para calmar tu espíritu, hazlo con almas tranquilas y que amen mucho a Dios, porque de otra manera, en lugar de dar descanso a tu corazón, provocarán mayores inquietudes; en lugar de arrancar la espina que te hiere, la clavarán más fuertemente en tu pie.
Muchos, cuando están enfermos, o cuando han sido afligidos o agraviados por alguien, se guardan mucho de quejarse y de mostrarse resentidos, porque les parece (y es cierto) que esto denota evidentemente una gran falta de energía y de generosidad; pero desean, en gran manera, y buscan, con mil rodeos, que todos les compadezcan, que tengan mucha lástima de ellos y que se les considere, no solamente afligidos, sino también pacientes y animosos. Claro está que esto es paciencia, pero es una paciencia falsa, la cual bien considerada, no es más que una muy delicada y muy fina ambición y vanidad: «Estos tienen gloria -dice el Apóstol---, pero no delante de Dios». El verdadero paciente no se queja del mal, ni desea que le compadezcan; habla de él con ingenuidad, verdad y sencillez, sin lamentarse, sin quejarse, sin exagerar, y, si le compadecen, lo tolera pacientemente, a no ser que le compadezcan de un mal que no tiene; porque, entonces, declara modestamente que no padece mal, y, si lo tiene, permanece con aire tranquilo entre la verdad y la paciencia, reconociéndolo, pero sin quejarse.
En las contradicciones que sobrevendrán en el ejercicio de la devoción (porque no faltarán), acuérdate de las palabras de Nuestro Señor: «La mujer, cuando está de parto padece grandes angustias; pero, al ver a su hijo nacido, las olvida, porque ha dado un hombre al mundo". Tú has concebido en tu alma al más digno hijo del mundo, que es Jesucristo. Antes de que se forme del todo, forzosamente sentirás angustias: pero ten valor, porque, una vez pasados estos sufrimientos, te quedará el gozo eterno de haber dado a luz un tal hombre; Él permanecerá enteramente formado en tu corazón y en tus obras por la imitación de su vida.
Cuando estés enferma, ofrece todos tus dolores, penas, y angustias al servicio de Nuestro Señor, y suplícale que los una a los tormentos que sufrió por ti. Obedece al médico: toma los medicamentos, los alimentos y los otros remedios por amor de Dios y acuérdate de la hiel que tomó por amor nuestro. Desea curarte para servirle; pero no rehúses agravarte para obedecerle, y disponte a morir, si así le place, para alabarle y gozarle. Acuérdate de que las abejas, cuando fabrican la miel, viven y se alimentan de cosas muy amargas y que, de la misma manera, nosotros nunca podemos hacer actos de mayor dulzura y paciencia, ni arreglar mejor la miel de las más excelentes virtudes, que comiendo el pan de amargura y viviendo de angustias. Y, así como la miel extraída de la flor del tomillo, hierba pequeña y amarga, es la mejor de todas, así la virtud, que se ejercita en las amarguras de las más viles, bajas y abyectas tribulaciones, es la más excelente de todas.
Contempla, con frecuencia, con los ojos interiores a Jesucristo crucificado, despojado, blasfemado, calumniado, abandonado, y, finalmente, saturado de toda clase de angustias, de tristezas y de trabajos, y considera que todos tus sufrimientos, ni en calidad, ni en cantidad, no pueden, en manera alguna, compararse con los suyos, y que jamás padecerás tú por Él cosa alguna, que equivalga a lo que Él ha sufrido por ti. Considera las penas que sufrieron los mártires y las que sufren tantas personas, más graves, sin comparación, que las que a ti te afligen, y di: « ¡ Ah, Señor!, mis trabajos son consuelos y mis penas son rosas, comparadas con las de aquellas personas que viven en una muerte continua, sin socorro, sin asistencia, sin alivio, cargadas de aflicciones infinitamente mayores».
Seas paciente, no sólo en lo más grande y principal de las aflicciones que te sobrevengan, sino también en lo accesorio y accidental que de ellas se deriva. Muchos querrían soportar algún mal, pero sin sentir la molestia. «Poco me importaría, dice uno, haberme empobrecido, si no fuese porque esto me privará de servir a mis amigos, de educar a mis hijos y de vivir de una manera honrosa, según quisiera». Y otro dirá: «Yo no me apuraría, si no fuese porque el mundo creerá que esto ha ocurrido por mi culpa». Otro fácilmente se conformaría con paciencia, que hablasen mal de él, con tal que nadie creyese al calumniador. Otros quisieran sufrir algunas molestias del mal, pero no todas; no se impacientan, dicen, porque están enfermos, sino porque no tienen recursos para hacerse cuidar, o bien por las molestias que causan a los que les rodean. Mas yo digo, Filotea, que hay que tener paciencia, no sólo para estar enfermo, sino también para tener la enfermedad que Dios quiere, donde quiere, entre las personas que quiere y con las incomodidades que quiere, y así de todas las otras tribulaciones.
Cuando te sobrevenga algún mal, procura combatirlo, según la voluntad de Dios, porque obrar de otra manera sería tentar a su divina Majestad; pero, después, espera con entera resignación el resultado que Dios permita. Si Él quiere que los remedios venzan al mal, le darás las gracias con humildad; pero, si le place que el mal sea más fuerte que los remedios, bendícelo también con paciencia. Soy del parecer de San Gregorio: si eres acusada justamente, por alguna culpa que hayas cometido, humíllate mucho, reconócete merecedora de la acusación que contra ti se ha hecho. Si la acusación es falsa, excúsate con dulzura, negando que seas culpable, porque te obliga a ello la reverencia a la verdad y la edificación del prójimo; pero, si después de tu verdadera y legítima excusa, persiste la acusación, no te perturbes en manera alguna, ni te esfuerces en hacer aceptar tus razones, porque, una vez hayas cumplido tu deber con la verdad, has de cumplirlo con la humildad.
Quéjate tan poco como puedas de las injurias que te hagan, porque es cosa cierta que, ordinariamente, el que suele quejarse peca, porque el amor propio siempre exagera las injurias; pero, sobre todo, no te lamentes en presencia de personas inclinadas a indignarse y a pensar mal. Y, si fuese conveniente desahogarte con alguien, ya para poner remedio a la ofensa, ya para calmar tu espíritu, hazlo con almas tranquilas y que amen mucho a Dios, porque de otra manera, en lugar de dar descanso a tu corazón, provocarán mayores inquietudes; en lugar de arrancar la espina que te hiere, la clavarán más fuertemente en tu pie.
Muchos, cuando están enfermos, o cuando han sido afligidos o agraviados por alguien, se guardan mucho de quejarse y de mostrarse resentidos, porque les parece (y es cierto) que esto denota evidentemente una gran falta de energía y de generosidad; pero desean, en gran manera, y buscan, con mil rodeos, que todos les compadezcan, que tengan mucha lástima de ellos y que se les considere, no solamente afligidos, sino también pacientes y animosos. Claro está que esto es paciencia, pero es una paciencia falsa, la cual bien considerada, no es más que una muy delicada y muy fina ambición y vanidad: «Estos tienen gloria -dice el Apóstol---, pero no delante de Dios». El verdadero paciente no se queja del mal, ni desea que le compadezcan; habla de él con ingenuidad, verdad y sencillez, sin lamentarse, sin quejarse, sin exagerar, y, si le compadecen, lo tolera pacientemente, a no ser que le compadezcan de un mal que no tiene; porque, entonces, declara modestamente que no padece mal, y, si lo tiene, permanece con aire tranquilo entre la verdad y la paciencia, reconociéndolo, pero sin quejarse.
En las contradicciones que sobrevendrán en el ejercicio de la devoción (porque no faltarán), acuérdate de las palabras de Nuestro Señor: «La mujer, cuando está de parto padece grandes angustias; pero, al ver a su hijo nacido, las olvida, porque ha dado un hombre al mundo". Tú has concebido en tu alma al más digno hijo del mundo, que es Jesucristo. Antes de que se forme del todo, forzosamente sentirás angustias: pero ten valor, porque, una vez pasados estos sufrimientos, te quedará el gozo eterno de haber dado a luz un tal hombre; Él permanecerá enteramente formado en tu corazón y en tus obras por la imitación de su vida.
Cuando estés enferma, ofrece todos tus dolores, penas, y angustias al servicio de Nuestro Señor, y suplícale que los una a los tormentos que sufrió por ti. Obedece al médico: toma los medicamentos, los alimentos y los otros remedios por amor de Dios y acuérdate de la hiel que tomó por amor nuestro. Desea curarte para servirle; pero no rehúses agravarte para obedecerle, y disponte a morir, si así le place, para alabarle y gozarle. Acuérdate de que las abejas, cuando fabrican la miel, viven y se alimentan de cosas muy amargas y que, de la misma manera, nosotros nunca podemos hacer actos de mayor dulzura y paciencia, ni arreglar mejor la miel de las más excelentes virtudes, que comiendo el pan de amargura y viviendo de angustias. Y, así como la miel extraída de la flor del tomillo, hierba pequeña y amarga, es la mejor de todas, así la virtud, que se ejercita en las amarguras de las más viles, bajas y abyectas tribulaciones, es la más excelente de todas.
Contempla, con frecuencia, con los ojos interiores a Jesucristo crucificado, despojado, blasfemado, calumniado, abandonado, y, finalmente, saturado de toda clase de angustias, de tristezas y de trabajos, y considera que todos tus sufrimientos, ni en calidad, ni en cantidad, no pueden, en manera alguna, compararse con los suyos, y que jamás padecerás tú por Él cosa alguna, que equivalga a lo que Él ha sufrido por ti. Considera las penas que sufrieron los mártires y las que sufren tantas personas, más graves, sin comparación, que las que a ti te afligen, y di: « ¡ Ah, Señor!, mis trabajos son consuelos y mis penas son rosas, comparadas con las de aquellas personas que viven en una muerte continua, sin socorro, sin asistencia, sin alivio, cargadas de aflicciones infinitamente mayores».
CAPÍTULO IV
DE LA HUMILDAD EXTERIOR
«Pide prestado -dijo Eliseo a una pobre viuda- y toma muchas jarras vacías y llénalas de aceite». Para recibir la gracia de Dios en nuestros corazones, es menester tenerlos vacíos de nuestra propia gloria. El cernícalo, chillando y mirando de prisa las aves, las espanta, por una propiedad y virtud secreta que tiene; por esto las palomas lo aprecian más que a todas las otras aves y viven seguras cerca de él. Así la humildad ahuyenta a Satanás, y, por esto, todos los santos, y, particularmente el Rey de los santos y su Madre, siempre han honrado y amado esta digna virtud más que ninguna otra entre todas las virtudes morales.
Dicen que es vana la gloria que el hombre se da a sí mismo, o porque no está en nosotros, o porque está en nosotros, pero no es nuestra; o porque está en nosotros y es nuestra, pero no merece la pena de que nos gloriemos de ella. La nobleza del linaje, el favor de los magnates, el aura popular, son cosas que no están en nosotros, sino en nuestros antepasados.
Algunos se muestran orgullosos y arrogantes, porque cabalgan sobre un bravo corcel, o porque llevan un penacho de plumas en su sombrero, o porque visten lujosamente; mas, ¿quién no ve que esto es una locura? Porque, si en estas cosas hay gloria, ésta pertenece al caballo, al ave o al sastre; y ¿qué mezquindad no supone tomar prestada la estima a un caballo, a unas plumas o a unos adornos?
Otros presumen y se contemplan por unos bigotes muy afilados, por una barba bien cortada, por unos cabellos ondulados, porque tienen las manos finas, porque saben bailar, jugar y cantar; pero, ¿no supone mucha pobreza de carácter el querer aumentar el propio valer y acrecentar la propia reputación con cosas tan frívolas y vanas?
Otros, por un poco de ciencia que poseen, quieren ser honrados y respetados de todos, como si todos hubiesen de ir a su escuela y tenerlos por maestros; por esto les llaman pedantes.
Otros se pavonean, al considerar su hermosura, y creen que todo el mundo les hace la corte. Todo esto es extremadamente vano, necio e impertinente, y la gloria, que estas cosas tan frívolas reportan, se llama vana, estúpida, frívola.
El bien verdadero se conoce como el verdadero bálsamo; el bálsamo se prueba echándolo al agua; si va al fondo y queda debajo, señal es de que es más fino y de más precio. Así, para conocer si un hombre es de verdad prudente, sabio, generoso, noble, se ha de ver si estas virtudes tienden a la humildad, a la modestia y a la sumisión, porque entonces son verdaderos bienes; pero, si sobrenadan y quieren aparecer, serán bienes tanto menos verdaderos, cuanto más aparentes. Las perlas que se forman o se crían en medio de los vientos y del ruido de los truenos sólo tienen la corteza de perlas y están vacías de substancia; así también las virtudes y las buenas cualidades de los hombres, forjadas y alimentadas en el orgullo, en la soberbia y en la vanidad, no tienen sino una apariencia de bien y carecen de substancia, de meollo y de solidez.
Los honores, las categorías y las dignidades son como el azafrán, que se hace mejor y más abundante, cuanto es más pisoteado. Cuando el hombre se contempla pierde el honor de la belleza; la hermosura, para ser graciosa, ha de ser descuidada; la ciencia nos deshonra, cuando nos hincha y cuando degenera en pedantería. Si somos exigentes en lo que se refiere a las categorías, a las procedencias, a los títulos, además de exponer nuestras cualidades al examen, a la discusión y a la contradicción, las envilecemos y las hacemos despreciables, porque el honor, que es una gran cosa cuando es recibido como un don, degenera cuando es exigido, buscado o mendigado.
El bien verdadero se conoce como el verdadero bálsamo; el bálsamo se prueba echándolo al agua; si va al fondo y queda debajo, señal es de que es más fino y de más precio. Así, para conocer si un hombre es de verdad prudente, sabio, generoso, noble, se ha de ver si estas virtudes tienden a la humildad, a la modestia y a la sumisión, porque entonces son verdaderos bienes; pero, si sobrenadan y quieren aparecer, serán bienes tanto menos verdaderos, cuanto más aparentes. Las perlas que se forman o se crían en medio de los vientos y del ruido de los truenos sólo tienen la corteza de perlas y están vacías de substancia; así también las virtudes y las buenas cualidades de los hombres, forjadas y alimentadas en el orgullo, en la soberbia y en la vanidad, no tienen sino una apariencia de bien y carecen de substancia, de meollo y de solidez.
Los honores, las categorías y las dignidades son como el azafrán, que se hace mejor y más abundante, cuanto es más pisoteado. Cuando el hombre se contempla pierde el honor de la belleza; la hermosura, para ser graciosa, ha de ser descuidada; la ciencia nos deshonra, cuando nos hincha y cuando degenera en pedantería. Si somos exigentes en lo que se refiere a las categorías, a las procedencias, a los títulos, además de exponer nuestras cualidades al examen, a la discusión y a la contradicción, las envilecemos y las hacemos despreciables, porque el honor, que es una gran cosa cuando es recibido como un don, degenera cuando es exigido, buscado o mendigado.
Cuando el pavo real se hincha, para verse, y levanta sus hermosas plumas, se eriza, y muestra por todas partes lo que tiene de poco honroso; las flores, que plantadas en tierra son bellas, se marchitan si son manoseadas. Y, así como aquellos que huelen la mandrágora de lejos y como de paso, perciben mucha suavidad, pero si la huelen de cerca y durante mucho rato, se adormecen y enferman, así los honores comunican un dulce consuelo al que los huele a distancia y a la ligera, sin entretenerse ni pararse en ello; pero los que se aficionan y se recrean en ellos son en gran manera dignos de censura y vituperio.
El deseo y el amor de la virtud comienza a hacernos virtuosos; pero el deseo y el amor de los honores comienza a hacernos despreciables y vituperables. Los espíritus nobles no se entretienen en estas pequeñeces de lugares, de honores, de reverencias; tienen otras cosas en qué ocuparse; esto es propio de espíritus frívolos. El que puede tener perlas no se carga de conchas, y los que aspiran a la virtud no se desviven por los honores. Claro está que todos pueden permanecer en su categoría y mantenerse en ella, sin faltar a la humildad; pero esto se ha de hacer con descuido y sin exigencias, porque, así como los que vienen del Perú, además de oro y plata traen monos y papagayos, porque son baratos y no pesan mucho en la nave; asimismo los que aspiran a la virtud, han de mantenerse en la categoría y en los honores que les corresponden, con tal, empero, que esto no sea a costa de demasiados cuidados y atenciones, ni nos llene de turbaciones o inquietudes, ni sea causa de disensiones o riñas. No hablo de aquellos cuya dignidad es pública, ni de ciertas circunstancias particulares de las que pueden seguirse notables consecuencias, porque, en esto, es menester que cada uno conserve lo que le pertenece, pero con una prudencia y discreción que esté hermanada con la caridad y la cortesía.
Pero tú, Filotea, deseas que te conduzca más adelante por el camino de la humildad, pues todo lo que te he dicho es más bien prudencia que humildad; ahora, pues, iremos más allá. Muchos no quieren ni se atreven a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha hecho en particular, temerosos de sentir vanagloria y complacencia, en lo cual, ciertamente, se engañan, porque, corno dice el gran Doctor Angélico, el verdadero medio para alcanzar el amor de Dios, es la consideración de sus beneficios; cuanto más los conozcamos, más le amaremos; y como que los beneficios particulares mueven más que los comunes, deben ser considerados con más atención.
A la verdad, nada puede humillarnos tanto delante de la misericordia de Dios como la consideración de sus beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de su justicia como la multitud de nuestros pecados. Consideremos lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho contra Él, y, así como pensamos minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también minuciosamente en sus gracias. No hemos de temer que lo que Dios ha puesto de bueno en nosotros nos hinche, mientras tengamos bien presente esta verdad: que nada de cuanto hay en nosotros es nuestro.
El deseo y el amor de la virtud comienza a hacernos virtuosos; pero el deseo y el amor de los honores comienza a hacernos despreciables y vituperables. Los espíritus nobles no se entretienen en estas pequeñeces de lugares, de honores, de reverencias; tienen otras cosas en qué ocuparse; esto es propio de espíritus frívolos. El que puede tener perlas no se carga de conchas, y los que aspiran a la virtud no se desviven por los honores. Claro está que todos pueden permanecer en su categoría y mantenerse en ella, sin faltar a la humildad; pero esto se ha de hacer con descuido y sin exigencias, porque, así como los que vienen del Perú, además de oro y plata traen monos y papagayos, porque son baratos y no pesan mucho en la nave; asimismo los que aspiran a la virtud, han de mantenerse en la categoría y en los honores que les corresponden, con tal, empero, que esto no sea a costa de demasiados cuidados y atenciones, ni nos llene de turbaciones o inquietudes, ni sea causa de disensiones o riñas. No hablo de aquellos cuya dignidad es pública, ni de ciertas circunstancias particulares de las que pueden seguirse notables consecuencias, porque, en esto, es menester que cada uno conserve lo que le pertenece, pero con una prudencia y discreción que esté hermanada con la caridad y la cortesía.
CAPÍTULO V
DE LA HUMILDAD MÁS INTERIOR
Pero tú, Filotea, deseas que te conduzca más adelante por el camino de la humildad, pues todo lo que te he dicho es más bien prudencia que humildad; ahora, pues, iremos más allá. Muchos no quieren ni se atreven a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha hecho en particular, temerosos de sentir vanagloria y complacencia, en lo cual, ciertamente, se engañan, porque, corno dice el gran Doctor Angélico, el verdadero medio para alcanzar el amor de Dios, es la consideración de sus beneficios; cuanto más los conozcamos, más le amaremos; y como que los beneficios particulares mueven más que los comunes, deben ser considerados con más atención.
A la verdad, nada puede humillarnos tanto delante de la misericordia de Dios como la consideración de sus beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de su justicia como la multitud de nuestros pecados. Consideremos lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho contra Él, y, así como pensamos minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también minuciosamente en sus gracias. No hemos de temer que lo que Dios ha puesto de bueno en nosotros nos hinche, mientras tengamos bien presente esta verdad: que nada de cuanto hay en nosotros es nuestro.
¡Ah, Señor! ¿Dejan los mulos de ser animales pesados y mal olientes, por el hecho de llevar a cuestas los muebles preciosos y perfumados del príncipe? ¿Qué tenemos de bueno, que no hayamos recibido? Y, si lo hemos recibido, ¿por qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la consideración viva de las gracias recibidas nos humilla, pues el conocimiento engendra el reconocimiento. Pero, si, al recordar las gracias que Dios nos ha hecho, nos halaga cierta vanidad, el remedio infalible será acudir a la consideración de nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones, de nuestras miserias.
Si meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con nosotros, harto veremos que lo que hemos practicado cuando ha estado con nosotros no es según nuestra manera de ser ni de nuestra propia cosecha; mucho nos alegraremos ciertamente de poseerlo, pero no glorificaremos por ello más que a Dios, porque Él es el único autor. Así la Santísima Virgen confiesa que Dios ha hecho en ella cosas grandes, pero lo reconoce únicamente para humillarse y glorificar a Dios:«Mi alma, dice, glorifica al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes».
Decimos muchas veces que no somos nada, que somos la misma miseria y el desecho del mundo, pero mucho nos dolería que alguien hiciese suyas nuestras palabras y anduviese diciendo de nosotros lo que somos. Al contrario, hacemos como quien huye y se esconde, para que vayan en pos de nosotros y nos busquen: fingimos que queremos ser los últimos y que queremos ocupar el postrer lugar en la mesa, pero con el fin de pasar honrosamente al primero. La verdadera humildad no toma el aire de tal y no dice muchas palabras humildes, porque no sólo desea ocultar las otras virtudes, sino también y principalmente desea ocultarse ella misma, y, si le fuese lícito mentir, fingir o escandalizar al prójimo, haría actos de arrogancia y de soberbia, para esconderse y vivir totalmente desconocida y a cubierto.
He aquí, pues, mi consejo, Filotea: o no digamos palabras de humildad, o digámoslas con un verdadero sentimiento interior, de acuerdo con lo que pronunciamos exteriormente; no bajemos nunca nuestros ojos, si no es humillando nuestro corazón; no aparentemos que deseamos ser los últimos, si no lo queremos ser de verdad. Conceptúo tan general esta regla, que no hago ninguna excepción, únicamente añado que, a veces, exige la cortesía que demos la preferencia a aquellos que evidentemente no la tendrían, pero esto no es ni doblez ni falsa humildad, porque entonces el solo ofrecimiento del lugar preferente es un comienzo de honor, y, puesto que no es posible darlo todo entero, no es ningún mal darles su comienzo. Lo mismo digo de algunas palabras de honor o de respeto, que, en rigor, no parecen verdaderas, pero lo son, con tal que el corazón de aquel que las pronuncia tenga intención de honrar y respetar a aquel a quien las dice; porque, aunque ciertas palabras signifiquen con algún exceso lo que decimos, no faltamos, al decirlas, cuando la costumbre lo requiere. Es verdad que, además de esto, quisiera yo que nuestras palabras se ajustasen, en la medida de lo posible, a nuestros afectos, para practicar siempre, en todo, la humildad y el candor del corazón. El hombre humilde preferirá que otro diga de él que es miserable, que no es nada, que no vale nada, a decirlo él de sí mismo; o, a lo menos, cuando sepa que lo dicen, procurará no desvanecerlo, y consentirá en ello de buen grado; porque, puesto que él así lo cree firmemente, está contento de que los demás sean del mismo parecer.
Muchos dicen que dejan la oración mental para los perfectos, porque no son dignos de ella; otros dicen que no se atreven a comulgar con frecuencia, porque no se sienten lo bastante puros; otros añaden que a causa de su miseria y fragilidad, temen deshonrar la devoción si la practican; otros se niegan a emplear sus talentos en el servicio de Dios, porque, según afirman, conocen su flaqueza y tienen miedo de ensoberbecerse si son instrumentos de algún bien, y temen quedarse a obscuras, mientras iluminan a los demás. Todas estas cosas no son sino artificios y una especie de humildad no solamente falsa, sino además, maligna, con la cual pretenden, tácita y sutilmente, desacreditar las cosas de Dios, o, a lo menos, cubrir, con la capa de humildad el amor propio que hay en su parecer, en su carácter y en su indolencia. «Pide al Señor una señal de lo alto de los cielos o de lo profundo del mar», dijo el Profeta al desdichado Acaz, y él respondió: «No la pediré ni tentaré al Señor».
Decimos muchas veces que no somos nada, que somos la misma miseria y el desecho del mundo, pero mucho nos dolería que alguien hiciese suyas nuestras palabras y anduviese diciendo de nosotros lo que somos. Al contrario, hacemos como quien huye y se esconde, para que vayan en pos de nosotros y nos busquen: fingimos que queremos ser los últimos y que queremos ocupar el postrer lugar en la mesa, pero con el fin de pasar honrosamente al primero. La verdadera humildad no toma el aire de tal y no dice muchas palabras humildes, porque no sólo desea ocultar las otras virtudes, sino también y principalmente desea ocultarse ella misma, y, si le fuese lícito mentir, fingir o escandalizar al prójimo, haría actos de arrogancia y de soberbia, para esconderse y vivir totalmente desconocida y a cubierto.
He aquí, pues, mi consejo, Filotea: o no digamos palabras de humildad, o digámoslas con un verdadero sentimiento interior, de acuerdo con lo que pronunciamos exteriormente; no bajemos nunca nuestros ojos, si no es humillando nuestro corazón; no aparentemos que deseamos ser los últimos, si no lo queremos ser de verdad. Conceptúo tan general esta regla, que no hago ninguna excepción, únicamente añado que, a veces, exige la cortesía que demos la preferencia a aquellos que evidentemente no la tendrían, pero esto no es ni doblez ni falsa humildad, porque entonces el solo ofrecimiento del lugar preferente es un comienzo de honor, y, puesto que no es posible darlo todo entero, no es ningún mal darles su comienzo. Lo mismo digo de algunas palabras de honor o de respeto, que, en rigor, no parecen verdaderas, pero lo son, con tal que el corazón de aquel que las pronuncia tenga intención de honrar y respetar a aquel a quien las dice; porque, aunque ciertas palabras signifiquen con algún exceso lo que decimos, no faltamos, al decirlas, cuando la costumbre lo requiere. Es verdad que, además de esto, quisiera yo que nuestras palabras se ajustasen, en la medida de lo posible, a nuestros afectos, para practicar siempre, en todo, la humildad y el candor del corazón. El hombre humilde preferirá que otro diga de él que es miserable, que no es nada, que no vale nada, a decirlo él de sí mismo; o, a lo menos, cuando sepa que lo dicen, procurará no desvanecerlo, y consentirá en ello de buen grado; porque, puesto que él así lo cree firmemente, está contento de que los demás sean del mismo parecer.
Muchos dicen que dejan la oración mental para los perfectos, porque no son dignos de ella; otros dicen que no se atreven a comulgar con frecuencia, porque no se sienten lo bastante puros; otros añaden que a causa de su miseria y fragilidad, temen deshonrar la devoción si la practican; otros se niegan a emplear sus talentos en el servicio de Dios, porque, según afirman, conocen su flaqueza y tienen miedo de ensoberbecerse si son instrumentos de algún bien, y temen quedarse a obscuras, mientras iluminan a los demás. Todas estas cosas no son sino artificios y una especie de humildad no solamente falsa, sino además, maligna, con la cual pretenden, tácita y sutilmente, desacreditar las cosas de Dios, o, a lo menos, cubrir, con la capa de humildad el amor propio que hay en su parecer, en su carácter y en su indolencia. «Pide al Señor una señal de lo alto de los cielos o de lo profundo del mar», dijo el Profeta al desdichado Acaz, y él respondió: «No la pediré ni tentaré al Señor».
*¡Oh, el malvado! Finge una gran reverencia a Dios, y, con el pretexto de humildad, se excusa de aspirar a la gracia, a la cual le invita la divina bondad. Pero, ¿quién no ve que, cuando Dios quiere hacernos mercedes, es orgulloso el rehusarlas?; ¿que los dones de Dios nos obligan a aceptarlos y que la humildad consiste en obedecer y en seguir tan de cerca, como es posible, sus deseos? Pues bien, el deseo de Dios es que seamos perfectos, uniéndonos a Él e imitándole cuanto podamos. El orgulloso que se fía de sí mismo, tiene mucha razón cuando no quiere emprender nada; pero el humilde es tanto más animoso, cuanto más impotente se reconoce, y, cuanto más miserable se considera, tanto más valiente es, porque tiene puesta toda su confianza en Dios, que se complace en hacer resplandecer su omnipotencia en nuestra debilidad y levantar su misericordia sobre el pedestal de nuestra miseria. Conviene, pues, que nos atrevamos humilde y santamente a hacer todo lo que aquellos que dirigen a nuestra alma creen conforme con nuestro aprovechamiento.
Pensar que sabemos lo que ignoramos, es una necedad evidente; querer sentar plaza de sabios, en lo que no conocemos, es una vanidad intolerable; en cuanto a mí, no quisiera hacer el sabio en lo que sé, ni tampoco hacer el ignorante. Cuando la caridad lo exige, se ha de comunicar sinceramente y con dulzura al prójimo, no sólo lo que necesita para su instrucción, sino también lo que le es útil para su consuelo; porque la humildad que esconde y encubre las virtudes, para conservarlas, las hace, no obstante, aparecer, cuando la caridad lo exige, para aumentarlas, engrandecerlas y perfeccionarlas. En esto, se parece a aquel árbol de la isla de Tilos, que, por la noche, oprime y mantiene cerradas sus bellas flores rojas, y no las abre hasta que sale el sol, de manera que los habitantes de aquella región dicen que estas flores duermen de noche. Asimismo, la humildad cubre y oculta todas nuestras virtudes y perfecciones humanas, y nunca las deja entrever, si no es obligada por la caridad, la cual, siendo, como es, una virtud no humana, sino celestial, no moral, sino divina, es el verdadero sol de todas las virtudes, sobre las cuales siempre ha de dominar, por lo que la humildad que daña a la caridad es indudablemente falsa.
Yo no quiero ni hacer el necio ni hacer el sabio, porque si la humildad me impide hacer el sabio, la simplicidad y la sinceridad me impiden hacer el necio; y, si la vanidad es contraria a la humildad, el artificio, la afectación y la ficción son contrarias a la simplicidad y a la sinceridad. Y, si algunos siervos de Dios se han fingido locos, para hacerse más abyectos a los ojos del mundo, es menester admirarles, pero no imitarles, pues ellos han tenido motivos para llegar a estos excesos, los cuales son tan particulares y extraordinarios, que nadie ha de sacar de ello consecuencias para sí. Y, en cuanto a David, si bien danzó y saltó delante del Arca de la Alianza algo más de lo que convenía a su condición, no lo hizo porque quisiera parecer loco, sino que, sencillamente, y sin artificio, hizo aquellos movimientos exteriores, en consonancia con la extraordinaria y desmesurada alegría que sentía en su corazón. Es verdad que, cuando Micol, su esposa, se lo echó en cara, como si fuese una locura, él no se afligió al verse humillado, sino que, perseverando en la ingenua y verdadera demostración de su gozo, dio testimonio de que estaba contento de recibir un poco de oprobio por su Dios. Por lo tanto, te digo que, si por los actos de una verdadera e ingenua devoción, te tienen por vil, abyecta o loca, la humildad hará que te alegres de este feliz oprobio, la causa del cual no serás tú, sino los que te lo infieran.
Pensar que sabemos lo que ignoramos, es una necedad evidente; querer sentar plaza de sabios, en lo que no conocemos, es una vanidad intolerable; en cuanto a mí, no quisiera hacer el sabio en lo que sé, ni tampoco hacer el ignorante. Cuando la caridad lo exige, se ha de comunicar sinceramente y con dulzura al prójimo, no sólo lo que necesita para su instrucción, sino también lo que le es útil para su consuelo; porque la humildad que esconde y encubre las virtudes, para conservarlas, las hace, no obstante, aparecer, cuando la caridad lo exige, para aumentarlas, engrandecerlas y perfeccionarlas. En esto, se parece a aquel árbol de la isla de Tilos, que, por la noche, oprime y mantiene cerradas sus bellas flores rojas, y no las abre hasta que sale el sol, de manera que los habitantes de aquella región dicen que estas flores duermen de noche. Asimismo, la humildad cubre y oculta todas nuestras virtudes y perfecciones humanas, y nunca las deja entrever, si no es obligada por la caridad, la cual, siendo, como es, una virtud no humana, sino celestial, no moral, sino divina, es el verdadero sol de todas las virtudes, sobre las cuales siempre ha de dominar, por lo que la humildad que daña a la caridad es indudablemente falsa.
Yo no quiero ni hacer el necio ni hacer el sabio, porque si la humildad me impide hacer el sabio, la simplicidad y la sinceridad me impiden hacer el necio; y, si la vanidad es contraria a la humildad, el artificio, la afectación y la ficción son contrarias a la simplicidad y a la sinceridad. Y, si algunos siervos de Dios se han fingido locos, para hacerse más abyectos a los ojos del mundo, es menester admirarles, pero no imitarles, pues ellos han tenido motivos para llegar a estos excesos, los cuales son tan particulares y extraordinarios, que nadie ha de sacar de ello consecuencias para sí. Y, en cuanto a David, si bien danzó y saltó delante del Arca de la Alianza algo más de lo que convenía a su condición, no lo hizo porque quisiera parecer loco, sino que, sencillamente, y sin artificio, hizo aquellos movimientos exteriores, en consonancia con la extraordinaria y desmesurada alegría que sentía en su corazón. Es verdad que, cuando Micol, su esposa, se lo echó en cara, como si fuese una locura, él no se afligió al verse humillado, sino que, perseverando en la ingenua y verdadera demostración de su gozo, dio testimonio de que estaba contento de recibir un poco de oprobio por su Dios. Por lo tanto, te digo que, si por los actos de una verdadera e ingenua devoción, te tienen por vil, abyecta o loca, la humildad hará que te alegres de este feliz oprobio, la causa del cual no serás tú, sino los que te lo infieran.