Parte 3 Cap. VI al X


CAPÍTULO VI
QUE LA HUMILDAD HACE QUE AMEMOS NUESTRA PROPIA ABYECCIÓN

Voy más lejos, Filotea, y te digo que, en todo y por todo, ames tu propia abyección. Pero me dirás: ¿qué significa esto: ama tu propia abyección? En latín, abyección quiere decir humildad, y humildad quiere decir abyección, de manera que, cuando Nuestra Señora, en su sagrado cántico, dice: «porque el Señor ha visto la humildad de su sierva, todas las generaciones me llamarán bienaventurada », quiere decir que el Señor ha visto de buen grado su abyección, vileza y bajeza, para colmarla de gracias y favores. Con todo hay mucha diferencia entre la virtud de la humildad y la abyección, porque la abyección es la pequeñez, la bajeza y la vileza que hay entre nosotros, sin que nosotros pensemos en ello; pero la virtud de la humildad es el verdadero conocimiento y voluntario reconocimiento de nuestra abyección.

 Ahora bien, el punto más encumbrado de esta humildad consiste, no sólo en reconocer voluntariamente nuestra abyección, sino en amarla y en complacernos en ella, y no por falta de ánimos y de generosidad, sino para más ensalzar a la divina Majestad y más amar al prójimo en comparación con nosotros mismos. Esta es la cosa a la cual te exhorto, y, para que lo entiendas mejor, sepas que entre los males que padecemos unos son abyectos y otros honrosos. Muchos se conforman con los honrosos, pero nadie quiere acomodarse a los abyectos. He aquí un devoto ermitaño harapiento y tiritando de frío: todos honran su hábito deshecho y compadecen su austeridad; pero si se trata de un pobre obrero, de un pobre joven, de una pobre muchacha, son despreciados, objeto de burla; su pobreza es abyecta. Un religioso recibe resignadamente una áspera reprensión de su superior, o un hijo la recibe de su padre: todo el mundo llamará a esto mortificación, obediencia y prudencia; un caballero o una dama sufrirán lo mismo de parte de otra persona, y, aunque la soporten por amor de Dios, todos les motejarán de cobardía y poquedad de espíritu. Una persona tiene un cáncer en un brazo y otra en la cara: aquélla sólo tiene el mal, pero ésta, además del mal, padece el menosprecio, el desdén y la abyección. Pues bien, te digo ahora que no sólo hemos de apreciar el mal, lo cual se hace con la virtud de la paciencia, sino también la abyección, lo cual se hace con la virtud de la humildad.

También hay virtudes abyectas y virtudes honrosas: la paciencia, la mansedumbre, la simplicidad y la humildad son virtudes que los mundanos tienen por viles y abyectas; al contrario, tienen en mucha estima la prudencia, el valor, la liberalidad. Y, aun entre los actos de una misma virtud, unos son objeto de desprecio y otros de honra: dar limosna y perdonar las injurias son actos de caridad; el primero es honrado por todos, y el segundo despreciable a los ojos del mundo. Un joven noble o una doncella que no se entreguen al desorden de una pandilla desenfrenada en el hablar, en el jugar, en el bailar, en el beber, en el vestir, serán criticados o censurados por los demás y su modestia será calificada de hipocresía o afectación: pues bien, amar esto es amar la propia abyección. 

He aquí otra manera de amarla: vamos a visitar a los enfermos; si soy enviado al más miserable, esto será para mi un motivo de abyección, según el mundo, y, por esto mismo la amaré; si me envían a visitar a los de categoría, será una abyección según el espíritu, porque en ello no hay tanta virtud ni mérito ´ y por lo tanto, amaré esta abyección. El que cae en medio de la calle, además del daño que se hace, es objeto de burla; es menester querer esta abyección. Hay faltas en las cuales no se encuentra otro mal que la abyección; la humildad no nos exige que las cometamos expresamente, pero exige que no nos inquietemos cuando las hayamos cometido: tales son ciertas ligerezas, faltas de educación, descuidos, las cuales hay que evitar, por razones de buena educación y de prudencia, antes de que se cometan; pero una vez cometidas, hay que aceptar la abyección que de ellas proviene, y hay que aceptarla de buen grado, para practicar la santa virtud de la humildad. Más aún: si me he dejado llevar de la ira o de la disolución, hasta decir palabras inconvenientes, que han redundado en ofensa de Dios o del prójimo, me arrepentiré vivamente y estaré afligido de la ofensa, la cual procuraré reparar de la mejor manera que me sea posible; pero no dejaré de aceptar la abyección y el desprecio que de ello me sobrevengan, y, si una cosa pudiese separarse de la otra, rechazaría enérgicamente el pecado y me quedaría humildemente con la abyección.

Pero, aunque amemos la abyección que proviene del mal, es menester que, con recursos apropiados y legítimos, pongamos remedio al mal que la ha causado, sobre todo cuando el mal acarrea consecuencias. Si tengo en el rostro algún mal repugnante, procuraré su curación, pero sin olvidar la abyección que trae consigo. Si he hecho alguna cosa que no ofende a nadie, no me disculparé de ella, porque, aunque esta cosa sea algún defecto, no es permanente, y no podría excusarme de ella sino por la abyección que de la misma procede y esto es lo que la humildad no puede permitir; mas, si, por descuido o por dejadez, he ofendido o escandalizado a alguno, repararé la ofensa con alguna excusa, verdadera, porque el mal es permanente y la caridad obliga a borrarlo. Por lo demás, suele ocurrir, alguna vez, que la caridad exija que pongamos remedio a la abyección, por el bien del prójimo, al cual es necesaria nuestra reputación; mas en este caso, una vez quitada nuestra abyección de los ojos del prójimo para evitar el escándalo, conviene guardarla y ocultarla dentro del corazón, para que se edifique de ello.

Pero tú, Filotea, quieres saber cuáles son las mejores abyecciones. Te digo claramente que las más provechosas al alma y las más agradables a Dios son las que nos vienen al azar o por la condición de nuestra vida, porque éstas no son escogidas por nosotros, sino que se reciben tal como las envía Dios, cuya elección siempre es mejor que la nuestra. Y, si hay que escoger, las más grandes son las mejores, y son más grandes las contrarías a nuestras inclinaciones, con tal que cuadren con nuestra profesión, porque, digámoslo de una vez para siempre, nuestra elección echa a perder y disminuye casi todas nuestras virtudes. ¡Ah! ¿Quién nos hará la gracia de que podamos decir con aquel gran rey: «He preferido ser abyecto en la casa del Señor a habitar en los palacios de los pecadores?». Nadie puede decirlo, amada Filotea, fuera de Aquel que, para ensalzarnos, vivió y murió de manera que fue «el oprobío de los hombres y la abyección de la plebe».

Te he dicho muchas cosas que te parecerán duras cuando las consideres; pero, créeme: cuando las practiques, serán para ti más agradables que el azúcar y la miel.



CAPÍTULO VII
COMO SE HA DE CONSERVAR EL BUEN NOMBRE PRACTICANDO, 
A LA VEZ, LA HUMILDAD

La alabanza, el honor y la gloria no se tributan a un hombre por una simple virtud, sino por una virtud excelente. Porque, por la alabanza, queremos persuadir a los demás que aprecien la excelencia de alguien; por el honor, significamos que le apreciamos nosotros mismos, y la gloria, a mi modo de ver, no es otra cosa que cierto resplandor de la reputación, que irradia del conjunto de muchas alabanzas y honores; de manera que las alabanzas y los honores son como las piedras preciosas, de cuyo conjunto irradia la gloria como un brillo. Ahora bien, la humildad, que no puede sufrir que nosotros nos creamos más encumbrados o que hemos de ser preferidos a los otros, tampoco puede permitir que busquemos la alabanza, el honor y la gloria, que se deben a la sola excelencia. 

Con todo, la humildad está conforme con la advertencia del Sabio, el cual nos dice que «tengamos cuidado de nuestra fama», porque el buen nombre es la estima, no de excelencia alguna, sino de una simple y común probidad e integridad de vida, cuyo conocimiento en nosotros no impide la humildad como tampoco impide que deseemos la reputación de ello. Es verdad que la humildad despreciaría la buena fama, si la caridad no tuviese necesidad de ella; mas, porque ella es uno de los fundamentos de la sociedad humana, y porque, sin ella, no sólo somos inútiles sino también perjudiciales al público, por este motivo, a causa del escándalo que aquel recibiría, exige la caridad, y la humildad admite, que deseemos y conservemos cuidadosamente la buena fama.

Además, así como las hojas de los árboles, que de suyo no son muy apreciables, no obstante sirven mucho, no sólo para embellecerlos, sino también para conservar los frutos mientras son tiernos; de la misma manera, la buena fama, que, de suyo no es cosa muy deseable, no deja de ser muy útil, no solamente para el ornato de nuestra vida, sino también para la conservación de nuestras virtudes, especialmente de las virtudes todavía tiernas y débiles: la obligación de conservar nuestra reputación y de ser tales cuales se nos reputa, nos obliga a un esfuerzo generoso, a una firme y dulce violencia. Conservemos nuestras virtudes, mi querida Filotea, porque son agradables a Dios, grande y soberano objeto de nuestras acciones; mas, así como los que quieren guardar los frutos no se contentan con confitarlos, sino que los ponen en recipientes propios para la conservación de los mismos, de la misma manera, aunque el amor divino sea el principal conservador de nuestras virtudes, podemos, no obstante, emplear el buen nombre, como muy útil y propicio para dicha conservación.

No es menester, empero, que seamos demasiado celosos, exactos y puntillosos en esta conservación, porque los que son demasiado delicados y sensibles en lo tocante a su reputación, se parecen a los que toman medicamentos para toda clase de pequeñas molestias: éstos, al querer conservar su salud, lo pierden todo, y aquellos, queriendo conservar tan delicadamente la reputación, la pierden completamente, ya que con este desasosiego se vuelven extraños, quejumbrosos, insoportables, y provocan la malicia de los murmuradores.

El disimular y el despreciar la injuria y la calumnia es ordinariamente un remedio mucho más saludable que el resentimiento, la contestación y la venganza: el desprecio esfuma aquellas ofensas; pero el que se enoja, parece que las confiesa. Los cocodrilos no dañan sino a los que los temen, y la maledicencia, únicamente a los que la llevan a mal.

El temor excesivo de perder la fama arguye una gran desconfianza del fundamento de la misma, que es la verdad de una vida buena. Los pueblos que, sobre los grandes ríos, sólo tienen puentes de madera, temen que se los lleve la corriente, al sobrevenir cualquiera inundación; pero los que tienen los puentes de piedra, sólo temen las inundaciones extraordinarias. Asimismo los que tienen una alma sólidamente cristiana desprecian, ordinariamente, los desbordamientos de las lenguas injuriosas; pero los que se sienten débiles, se inquietan por cualquier cosa. Es cierto, Filotea, que el que quiere tener buena reputación delante de todos, la pierde totalmente, y merece perder el honor el que quiere recibirlo de los que están verdaderamente infamados y deshonrados por los vicios.

La reputación es como una señal que da a, conocer donde habita la virtud; la virtud, por lo tanto, ha de ser, en todo y por todo, preferida. Por esto, si alguien te dice: eres un hipócrita, porque practicas la devoción, o bien te tiene por persona apocada, porque has perdonado una injuria, ríete de todo esto. Porque, aparte de que estos juicios los hacen personas necias y estúpidas, aunque hubieses de perder la fama no deberías dejar la virtud ni desviarte de su camino, porque se ha de preferir el fruto a las hojas, es decir el bien interior y espiritual a todos los bienes exteriores. Hemos de ser celosos, pero no idólatras de nuestro buen nombre, y, si no conviene ofender el ojo de los buenos, tampoco hay que desear contentar el de los malos. La barba es un adorno en el rostro del hombre, y los cabellos en la cabeza de la mujer; si se arranca del todo el pelo de la cara y el cabello de la cabeza, difícilmente volverán a aparecer; pero, si tan sólo se corta el cabello y se afeita la barba, pronto el pelo volverá a crecer y saldrá más fuerte y más áspero. De la misma manera, aunque la fama sea cortada, o del todo afeitada, por la lengua de los maldicientes, que, como dice David, «es una navaja afilada», no es menester inquietarse, porque pronto volverá a salir, no sólo tan bella como antes, sino mucho más fuerte. Pero, si nuestros vicios, nuestras felonías, nuestra mala vida, nos quitan la reputación, será difícil que jamás vuelva, porque ha sido arrancada de raíz. Y la raíz de la buena fama es la bondad y la probidad, la cual, mientras permanece en nosotros, puede reproducir siempre el honor que le es debido.

Es menester dejar aquella mala conversación, aquella práctica inútil, aquella amistad frívola, esta loca familiaridad, si esto perjudica a la buena fama, porque vale más ésta que todas cualesquiera vanas complacencias; pero, si, a causa del ejercicio de la piedad, del adelanto en la perfección y de la marcha hacia el bien eterno, murmuran, reprenden o calumnian, dejemos que los mastines ladren contra la luna, porque, si pueden levantar algún concepto desfavorable a nuestra reputación y, de esta manera, cortar a rape los cabellos y la barba de nuestra fama, pronto renacerá ésta, y la navaja de la maledicencia servirá a nuestro honor, como a la viña sirve la podadera, por la cual aquélla crece y ve multiplicados sus frutos.

Tengamos siempre los ojos fijos en Jesucristo crucificado; caminemos en su servicio, con confianza y simplicidad, pero prudente y discretamente: Él será el protector de nuestra reputación, y, si permite, que nos sea arrebatada, será para procurarnos otra mejor o para hacernos avanzar en la santa humildad, una sola onza de la cual vale más que cien libras de honor. Si se nos recrimina injustamente, opongamos tranquilamente la verdad a la calumnia; si ésta persiste, perseveremos nosotros en la humildad; dejando de esta manera nuestra reputación, juntamente con nuestra alma, en manos de Dios, no podremos asegurarla mejor. Sirvamos a Dios «con buena o mala fama» a ejemplo de San Pablo, para que podamos decir con David: « ¡ Oh Dios mío !, por Ti he soportado el oprobio, y la confusión ha cubierto mí faz». Exceptúo, no obstante, ciertos crímenes tan horribles e infames, cuya calumnia nadie debe tolerar, cuando justamente puede disiparse, y también se han de exceptuar ciertas personas de cuya buena reputación depende la edificación de muchos, pues, en estos casos, como enseñan los teólogos, se ha de procurar, con sosiego, la reparación de la injuria recibida.



CAPITULO VIII
DE LA AMABILIDAD PARA CON EL PRÓJIMO Y DE LOS REMEDIOS CONTRA LA IRA

Él santo Crisma, que, por tradición apostólica, emplea la Iglesia en las confirmaciones y bendiciones, está compuesto de aceite de olivo mezclado con bálsamo, y representa las dos virtudes más apreciadas que resplandecen en la sagrada persona de Nuestro Señor, y que Él nos recomendó singularmente, como si, por ellas, nuestro corazón hubiese de estar especialmente consagrado a su servicio y aplicado a su imitación: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón». La humildad nos perfecciona con respecto a Dios, y la amabilidad con respecto al prójimo. El bálsamo, que, como he dicho, queda siempre debajo de todos los demás licores, representa la humildad, y el aceite de oliva, que siempre queda encima, representa la dulzura y la benignidad, que sobrepuja todas las cosas y predomina entre las demás virtudes, como flor que es de la caridad, la cual, según San Bernardo, es perfecta cuando no sólo es paciente, sino también amorosa y benigna.

 Pero procuraFilotea, que este crisma místico, compuesto de amabilidad y de humildad, esté dentro de tu corazón; porque es uno de los grandes artificios del enemigo hacer que muchos se complazcan en las palabras y en los modales exteriores de estas dos virtudes, y que, dejando de examinar sus afectos interiores, se imaginen que son humildes y amorosos, sin que lo sean en realidad, lo cual se conoce, porque, a pesar de su ceremoniosa humildad y dulzura, a la menor palabra molesta que se les diga, a la menor injuria que reciban, se yerguen con una arrogancia sin igual. Se dice que los que han tomado el preservativo, vulgarmente llamado «gracia de San Pablo», no se hinchan, aunque sean mordidos o picados por la víbora, con tal que la «gracia» sea de buena calidad. De la misma manera, cuando la humildad y la dulzura son buenas y verdaderas, nos inmunizan contra la hinchazón y contra el ardor que las injurias suelen provocar en nuestros corazones. Y, si después de haber sido picados o mordidos por los maldicientes o por los enemigos, nos sentimos alterados, hinchados o despechados, señal es de que nuestra humildad y amabilidad no son verdaderas y francas, sino artificiosas y aparentes.

Aquel santo e ilustre patriarca José, cuando envió a sus hermanos de Egipto a la casa de su, padre, sólo les hizo esta advertencia: «No os enojéis por el camino». Lo mismo te digo Filotea: esta miserable vida no es más que un camino hacia la bienaventuranza; no nos enojemos78 pues, los unos con los otros, en este camino; andemos siempre agrupados con nuestros hermanos y compañeros, dulcemente, pacíficamente, amigablemente. Advierte que te digo con toda claridad y sin excepción alguna, que, a ser posible, no te enojes nunca, ni tomes pretexto alguno, sea cual fuere, para abrir la puerta de tu corazón a la ira, porque dice Santiago, sin ambages ni reservas, que «la ira del hombre no obra la justicia de Dios».

Es menester, ciertamente, oponerse al mal y reprimir los vicios de los que están bajo nuestro cuidado, con constancia y con tesón, pero dulce y suavemente. Nada sosiega tanto al elefante airado como la vista de un corderito, ni nada para con más facilidad el golpe de los cañonazos como la lana. La corrección que procede de la pasión, aunque vaya acompañada de la razón, nunca es tan bien recibida como la que no tiene otro origen que la razón sola; porque el alma racional, por estar naturalmente sujeta a la razón, sólo se sujeta a la pasión por la tiranía, por lo cual, cuando la razón anda acompañada de la pasión, se hace odiosa, pues su justo dominio queda envilecido al asociarse con la tiranía. Los príncipes honran y consuelan infinitamente a los Pueblos cuando los visitan en son de paz, pero cuando llegan al frente de los ejércitos, aunque sea para el bien público, su presencia siempre es desagradable y dañosa, porque, por más que se esfuercen en hacer observar exactamente´ la disciplina militar entre los soldados, nunca pueden, empero, evitar algún desorden, por el que los hombres de bien son atropellados.

 Así, cuando reina la razón y ejecuta serenamente los castigos, las correcciones y las reprensiones, aunque lo haga con rigor y exactitud, todos la aprecian y la aprueban; pero cuando va acompañada de la ira, de la cólera y enojo, que, como dice San Agustín, son sus soldados, se hace más espantosa que amable, su propio corazón queda siempre pisoteado y maltratado: «Vale más, dice el mismo santo escribiendo a Profuturo, cerrar las puertas a la ira justa y equitativa, que abrírselas, por insignificante que sea, porque, una vez ha entrado, es difícil hacerla salir, ya que entra como pequeño retoño y, en un momento, crece y se convierte en tronco». Si el enojo puede llegar a la noche y el sol se pone sobre nuestra ira (cosa que el Apóstol prohíbe), se convierte en odio, y casi no hay manera de deshacerse de ella, porque se alimenta de mil persuasiones falsas, ya que jamás el hombre airado cree que sea injusta su ira.

Es pues, mejor esforzarse a saber vivir sin ira que querer emplearla con moderación y prudencia, y cuando por imperfección o debilidad, nos vemos sorprendidos por la misma, es preferible rechazarla enseguida a querer pactar con ella, pues por poco cumplimiento que se le dé, se hace dueña de la plaza y hace como la serpiente, que, con facilidad logra meter todo el cuerpo allí donde ha podido meter la cabeza. Pero me dirás: ¿cómo la rechazaré? Es preciso, Filotea, que, al advertir el primer resentimiento, reúnas tus fuerzas con presteza, pero sin brusquedad ni ímpetu, sino dulce y seriamente a la vez; porque, así como en ´los senados y en los parlamentos, meten más ruido los oficiales gritando: « ¡ Silencio! », que aquellos a los cuales quieren hacer callar, de la misma manera, al querer reprimir nuestra ira con impetuosidad, se causa en nuestro corazón más turbación de la que ella hubiera causado, y, entretanto, el corazón, turbado de esta manera, no puede ser dueño de sí mismo.

Después de este suave esfuerzo, practica el consejo que San Agustín, cuando ya era viejo, daba al joven obispo Auxilio: «Haz, le decía, lo que un hombre ha de hacer; que si te ocurre lo que el hombre de Dios dice en el salmo: mi ojo he ha turbado con gran cólera, acudas a Dios y exclames: ¡Señor, ten misericordia de mí, para que extienda su mano y reprima tu enojo». Quiero decir que cuando nos veamos agitados por la cólera, invoquemos el auxilio de Dios, a imitación de los Apóstoles cuando se vieron en peligro de zozobrar, por el viento y la tempestad en medio de las olas; pues Él mandará a nuestras pasiones que se calmen, y se seguirá una gran bonanza. Pero te advierto que la oración que se hace contra la ira impetuosa del momento, ha de ser suave y tranquila, jamás violenta; cosa que es menester observar en cualesquiera remedios que se empleen contra este mal. Después, enseguida que te des cuenta de que has cometido un acto de cólera, repara la falta con un acto de dulzura, hecho inmediatamente con respecto a aquella persona contra la cual te hayas irritado. Porque, así como es un excelente remedio contra la mentira, retractarse enseguida, así también es un buen remedio contra la cólera repararla inmediatamente con un acto de amabilidad; porque, como suele decirse, las heridas se curan con más facilidad cuando están frescas.

Además, cuando te sientas sosegada y libre de cualquier motivo de ira, haz gran provisión de dulzura y de bondad, diciendo todas las palabras y haciendo todas las cosas, grandes y pequeñas, de la manera más suave que te sea posible, recordando que la Esposa, en el Cantar de los Cantares, no sólo tiene la miel en sus labios y en la punta de la lengua, sino también debajo de la lengua, es decir, en el pecho y no solamente tiene miel, sino también leche, porque además de tener palabras dulces con el prójimo, conviene tener dulce todo el pecho, es decir, todo el interior de nuestra alma. Y es menester tener, no solamente la dulzura de la miel, que es aromática y olorosa, es decir, la suavidad en el trato con los extraños, sino también la dulzura de la leche con los familiares y con los más cercanos a nosotros, contra lo cual faltan en gran manera aquellos que en la calle parecen ángeles, y en casa parecen demonios.



CAPÍTULO IX
DE LA DULZURA CON NOSOTROS MISMOS

Una de las mejores prácticas de la dulzura, en la cual nos deberíamos ejercitar, es aquella cuyo objeto somos nosotros mismos, de manera que nunca nos enojemos contra nosotros ni contra nuestras imperfecciones, pues si bien la razón quiere que, cuando cometemos faltas, sintamos descontento y aflicción, conviene no obstante, que evitemos un descontento agrio, malhumorado, despechado y colérico. En esto cometen una gran falta muchos que, después de haberse encolerizado, se enojan de haberse enojado, se desazonan de haberse desazonado, y sienten despecho de haberlo sentido; porque, por este camino, tienen el corazón amargado y lleno de malestar, y si bien parece que el segundo enfado ha de destruir el primero, lo cierto es que sirve de entrada y de paso a un nuevo enojo, en cuanto la primera ocasión se presente; aparte de que estos disgustos, despechos y asperezas contra sí mismo, tiende hacia el orgullo y no tienen otro origen que el amor propio, el cual se turba y se impacienta al vernos imperfectos.

Por lo tanto, el disgusto por nuestras faltas ha de ser tranquilo, sereno y firme; porque, así como un juez castiga mejor a los malos dictando sus sentencias, según razón y con ánimo tranquilo, que dictándolas con impetuosidad y pasión, pues entonces no castiga las faltas por lo que éstas son, sino por lo que es él mismo; así nosotros nos castigamos mejor con arrepentimientos tranquilos y constantes, que con arrepentimientos violentos, agrios y coléricos, pues los arrepentimientos violentos no son proporcionados a la gravedad de nuestras culpas, sino a nuestras inclinaciones. Por ejemplo, el que ama la castidad se revolverá con mayor amargura contra la más leve falta cometida en esta materia, y en cambio, se reirá de una grave murmuración en la que hubiere incurrido. Al contrario, el que detesta la maledicencia se atormentará por haber murmurado levemente, y no hará caso de una falta grave contra la castidad, y así de las demás faltas; y ello no es debido a otra cosa sino a que el juicio que forman en su conciencia no es obra de la razón, sino de la pasión.

Créeme, Filotea, así como las reprensiones de un padre, hechas dulce y cordialmente, tienen más eficacia para corregir que los enfados y los enojos; así también, cuando nuestro corazón ha cometido alguna falta, si le reprendemos con advertencias dulces y tranquilas, llenas más de compasión que de pasión contra él, y le animamos a enmendarse, el arrepentimiento que concebirá entrará mucho más adentro y le penetrará mejor que no lo haría un arrepentimiento despechado, airado y tempestuoso.

En cuanto a mí, si por ejemplo, tuviese en grande estima, el no caer en el vicio de la vanidad, y no obstante, hubiese caído en una gran falta, no quisiera reprender a mi corazón de esta manera: « ¡Qué miserable y abominable eres, porque después de tantas resoluciones, te has dejado vencer por la vanidad! Muere de vergüenza; no levantes los ojos al cielo, ciego, desvergonzado, traidor y desleal a tu Dios», y otras cosas parecidas, sino que preferiría corregirle de una manera razonable y por el camino de la compasión: «Ánimo, pobre corazón mío. He aquí que hemos caído en el precipicio que tanto habíamos querido evitar. ¡Ah!, levantémonos y salgamos de él para siempre; acudamos a la misericordia de Dios y confiemos en que ella nos ayudará, para ser más resueltos en adelante, y emprendamos el camino de la humildad. ¡Valor! seamos, desde hoy, más vigilantes; Dios nos ayudará y podremos hacer muchas cosas». Y, sobre esta reprensión, quisiera levantar un sólido y firme propósito de no caer más en falta y de emplear los recursos convenientes según los consejos del director.

Pero, si alguno advierte que su corazón no se conmueve con estas suaves correcciones, podrá echar mano de los reproches y de la reprensión dura y severa, para excitarlo a una profunda confusión, con tal que, después de haberlo amonestado y fustigado enérgicamente, acabe aliviándole, conduciendo su pesar y su cólera a una tierna y santa confianza en Dios, a imitación de aquel gran arrepentido, que, al ver a su alma afligida, la alentaba de esta manera: «¿Por qué te entristeces, alma mía, y por qué te conturbas? Espera en Dios, que yo todavía le alabaré como la salud de mí rostro y mi verdadero Díos».

Luego, cuando tu corazón caiga, levántalo con toda suavidad, y humíllate mucho delante de Dios por el conocimiento de tu miseria, sin maravillarte de tu caída, pues no nos ha de sorprender que la enfermedad esté enferma, ni que la debilidad esté débil, ni que la miseria sea miserable. Detesta, pues, con todas tus fuerzas, las ofensas que Dios ha recibido de ti, y, con gran aliento y confianza en su misericordia, emprende de nuevo el camino de la virtud, del que te habías alejado.



CAPÍTULO X
QUE ES MENESTER TRATAR LOS NEGOCIOS CON CUIDADO, 
PERO SIN AFÁN NI INQUIETUD

El cuidado y la diligencia que hemos de poner en nuestros asuntos son cosas muy diferentes de la preocupación, de la inquietud y del afán. Los ángeles tienen cuidado de nuestra salvación y nos la procuran con diligencia, mas no por ello sienten inquietud, desasosiego, ni ansia; porque el cuidado y la diligencia son propios de su caridad, pero la inquietud, el desasosiego y el afán serían del todo contrarios a su felicidad, pues el cuidado y la tranquilidad, y la paz del espíritu, pero no el afán, ni la inquietud, ni mucho menos la obsesión. Seas, pues, Filotea, cuidadosa y diligente en todos los asuntos que tuvieres a tu cargo, porque Dios te los ha confiado y quiere que los trates cual conviene; pero, si te es posible, no andes solícita ni ansiosa, es decir, no los emprendas con inquietud, angustia y afán. No te apresures en tu cometido, porque toda precipitación turba la razón y el juicio, y nos impide también hacer las cosas por las cuales nos afanamos.

Cuando Nuestro Señor reprende a Santa Marta, le dice: «Marta, Marta, andas muy solícita y te turbas por muchas cosas». ¿Ves? Si hubiese sido simplemente cuidadosa, no se hubiera perturbado; pero, como que andaba preocupada e inquieta, se precipita y se turba, por lo que Nuestro Señor la reprende. Los ríos que se deslizan suavemente por la llanura, conducen grandes navíos y ricas mercancías, y las lluvias que caen suavemente en los campos, los fecundan y los llenan de hierbas y de mieses; pero los torrentes y los ríos que corren tumultuosamente por la tierra, arruinan sus cercanías y son inútiles para el tráfico, de la misma manera que las lluvias violentas y tempestuosas llevan la desolación a los campos y a las praderas. Jamás trabajo alguno, hecho con impetuosidad y con prisas, ha llegado a feliz término; es menester apresurarse lentamente, como lo dice el viejo adagio: «El que corre, afirmaba Salomón, está en peligro de chocar y tropezar». Siempre obramos de prisa, cuando obramos bien. Los moscardones meten mucho ruido y andan más afanosos que las abejas, pero sólo fabrican cera y no miel. Así los que se afanan con un afán torturador y con una inquietud ruidosa, nunca hacen mucho bien.

Las moscas no nos molestan por su fuerza sino por su multitud. De la misma manera los grandes quehaceres no turban tanto como los pequeños, cuando éstos son muy numerosos. Recibe con paz todo el trabajo que venga sobre ti, y procura atender a él ordenadamente, haciendo unas cosas después de las otras; pero si quieres hacerlas todas a un tiempo y con desorden, tendrás que hacer esfuerzos que fatigarán y agotarán tu espíritu, y, por lo regular, quedarás deshecha por la angustia, y sin ningún provecho.

Y, en todos tus negocios, estriba únicamente en la providencia de Dios, pues sólo por ella tendrán éxito tus designios; trabaja, empero, por tu parte, suavemente, para cooperar con la Providencia, y después, cree que, si confías en Dios, el resultado que obtengas siempre será el más provechoso para ti, ya te parezca bueno, ya malo, según tu particular juicio.

Haz como los niños, que dan una de sus manos a su padre, y, con la otra, cogen fresas o moras junto a los cercados; asimismo, mientras vas reuniendo y manejando los bienes de este mundo con una de tus manos, coge siempre, con la otra, la mano del Padre celestial, y vuélvete de vez en cuando hacia Él, para ver si está contento de tu trabajo o de tus ocupaciones, y, sobre todo, guárdate de soltarle la mano y de sustraerte a su protección, pensando que cogerás y allegarás más, porque, si Él te abandonase, no darías un paso sin caer de bruces en tierra. Quiero decir, Filotea, que cuando estés en medio de las ocupaciones naturales y quehaceres comunes, que no exigen una atención demasiado fuerte ni absorbente, pienses más en Dios que en el trabajo, y, cuando éste sea de tanta importancia que exija toda tu atención para ser bien hecho, fija, de vez en cuando, la vista en Dios, como lo hacen los que navegan por el mar, los cuales, para ir al lugar que desean, miran más al cielo que abajo por donde andan remando. Así Dios trabajará contigo, en ti y por ti, y tu trabajo irá acompañado de consuelo.