Parte 2 Cap- XVI al XX

CAPÍTULO XVI
QUE ES MENESTER HONRAR E INVOCAR A LOS SANTOS
Puesto que, con mucha frecuencia, nos envía Dios sus inspiraciones, por medio de sus ángeles, también nosotros hemos de hacer llegar a Él nuestras aspiraciones por el mismo camino. Las almas santas de los difuntos, que están en el paraíso con los ángeles, y que, como dice Nuestro Señor, son iguales y semejantes a los ángeles, desempeñan el mismo oficio: el de inspirarnos y el de suspirar por nosotros con sus santas oraciones. Filotea, unamos nuestros corazones a estos celestiales espíritus y almas bienaventuradas, y, así como los pequeños ruiseñores aprenden a cantar de los que son mayores, de la misma manera, por la sagrada amistad que entablaremos con los santos, sabremos orar y cantar mejor las divinas alabanzas: «Cantaré salmos -decía David-en presencia de los ángeles".

Honra, venera y reverencia, de un modo especial, a la sagrada y gloriosa Virgen María: ella es la Madre de nuestro Padre, que está en los cielos y, por consiguiente, es nuestra gran Madre. Acudamos, pues, a ella y, como hijitos suyos, lancémonos a su regazo con una perfecta confianza; en todo momento y en todas las ocasiones, acudamos a esta Madre, invoquemos su amor maternal, procuremos imitar sus virtudes y tengamos para con ella un verdadero corazón de hijo.

Familiarízate mucho con los ángeles; contémplalos con frecuencia, invisiblemente presentes en tu vida, y, sobre todo, estima y venera el de la diócesis a la cual perteneces, a los de las personas con quienes convives, y, especialmente, al tuyo; suplícales con frecuencia, alábales siempre y sírvete de su ayuda y auxilio en todos los negocios, espirituales y temporales, para que cooperen a tus intenciones .

El gran Pedro Fabro, primer sacerdote, primer predicador, primer lector de teología de la Compañía de Jesús y primer compañero de San Ignacio, fundador de la misma, al regresar de Alemanía, donde había prestado grandes servicios a la gloria de Nuestro Señor, pasó por esta diócesis, lugar de su nacimiento, y contó que, habiendo atravesado muchas regiones de herejes, había recibido mil consuelos, por haber saludado, al llegar a cada parroquia, a sus ángeles protectores, y había experimentado sensiblemente que éstos le habían sido propicios, en su defensa contra las asechanzas de los herejes y le habían ayudado a amansar a muchas almas y a hacerles dóciles a la doctrina de salvación. Y decía esto con tanto entusiasmo, que una señora, entonces joven, que se lo oyó referir, le explicaba hace sólo cuatro años, es decir, sesenta años después, muy emocionada. El año pasado, tuve el consuelo de consagrar un altar en el mismo lugar donde Dios hizo nacer a este santo varón, en el pueblo de Villaret, dentro de nuestras más escarpadas montañas.

Elige algunos santos particulares, cuya vida puedas saborear e imitar mejor, y en cuya intercesión tengas una especial confianza; el santo de tu nombre te ha sido señalado ya desde el Bautismo.





CAPITULO XVII
COMO SE HA DE ESCUCHAR Y LEER LA PALABRA DE DIOS

Seas devota de la palabra de Dios. Tanto si la escuchas en las conversaciones familiares con tus amigos espirituales, como si la escuchas en el sermón, hazlo siempre con atención y reverencia; saca de ella provecho, y no permitas que caiga en tierra, sino recíbela en tu corazón, como un bálsamo precioso, a imitación de la Santísima Virgen, que guardaba cuidadosamente en el suyo todas las palabras que se decían en alabanza de su Hijo. Y recuerda que Nuestro Señor recoge las palabras que nosotros le dirigimos en nuestras plegarias, a proporción de como nosotros recogemos las que Él nos dice por medio de la predicación.

Ten siempre cerca de ti, algún libro de devoción, como lo son los de San Buenaventura, Gerson, Dionisio, Cartusiano, Luis de Blois, Granada, Estella, Arias, Pinelli, La Puente, Ávila, el Combate espiritual, las Confesiones de San Agustín, las cartas de San Jerónimo, y otros semejantes; y cada día lee un fragmento, con gran devoción, como si leyeses cartas enviadas a ti por los santos, desde el cielo, para enseñarte el camino y alentarte a llegar a él

Lee también las historias y las vidas de los santos, en las cuales, como en un espejo, contemplarás la imagen de la vida cristiana, y ajusta sus actos a tu aprovechamiento, según tu profesión. Porque, aunque muchos actos de los santos no son absolutamente imitables por los que viven en medio del mundo, todos, empero, pueden ser seguidos de cerca o de lejos. La soledad de San Pablo, primer ermitaño, puede ser imitada en tus retiros espirituales o reales, de los cuales hablaremos y hemos tratado más arriba; la extremada pobreza de San Francisco puede ser imitada mediante las prácticas de pobreza que indicaremos después, y así de las demás virtudes. Es verdad que hay ciertas historias que dan más luz que otras, para la dirección de nuestra conducta, como la vida de Santa Teresa de Jesús, la cual es admirable en este aspecto; las vidas de los primeros jesuitas, la de San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán; la de San Luis, la de San Bernardo, las Crónicas de San Francisco, y otras semejantes. Otras hay, en las cuales se encuentra más materia de admiración que de imitación, como la de Santa María Egipciaca, la de San Simeón Estilita, las de las dos santas Catalinas, de Sena y de Génova, de Santa Agueda, y otras por el estilo, que no dejan, no obstante, de producir, en general, un grato gusto de santo amor de Dios.



CAPÍTULO XVIII
COMO SE HAN DE RECIBIR LAS INSPIRACIONES

Entendemos por inspiraciones todos los atractivos, movimientos, reconvenciones y remordimientos interiores, luces y conocimientos que recibimos de Dios, el cual previene nuestro corazón con sus bendiciones, con cuidado y amor paternal, para despertarnos, excitarnos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a los buenos propósitos, en una palabra, a todo lo que nos encamina hacia nuestro bien eterno. Es lo que el Esposo entiende por llamar a la puerta y hablar al corazón de la Esposa, despertarla cuando duerme, llamarla y reclamarla cuando está ausente, invitarla a gustar la miel y a coger las manzanas y las flores de su jardín y a cantar y hacer resonar su dulce voz en sus oídos.

Para ajustar perfectamente un casamiento, se requieren tres actos de parte de la doncella que quiere casarse: porque, primeramente, se le propone el partido; en segundo lugar acepta la propuesta, y finalmente, consiente. Asimismo, Dios, cuando quiere hacer en nosotros, por nosotros y con nosotros un acto de gran caridad, primero nos lo propone por medio de sus inspiraciones; después nosotros lo aceptamos, y, por último, consentimos en él; porque, así como para descender hasta el pecado, hay que pasar por tres grados; la tentación, la delectación y el consentimiento, de la misma manera, hay tres para subir hasta la virtud: la inspiración, que es contraria a la tentación; la delectación en la inspiración, que es contraria al deleite en la tentación, y el consentimiento en la inspiración, que es contrario al consentimiento en la tentación.

Aunque la inspiración se prolongase durante todo el tiempo de nuestra vida no seríamos, sin embargo, agradables a Dios, si no nos deleitásemos en ella; al contrario: su divina Majestad se ofendería, como se ofendió contra los israelitas, con los cuales, como Él mismo nos lo dice, estuvo por espacio de cuarenta años exhortándoles a que se convirtiesen, sin que jamás hubiesen querido saber nada de ello, por lo que juró, en su ira, que no entrarían en el lugar de su reposo. Así, el galán que hubiese estado, durante mucho tiempo, haciendo la corte a una doncella, quedaría después muy ofendido, si ella no quisiera saber nada del casamiento.

El placer que encontramos en las inspiraciones nos acerca mucho a la gloria de Dios, con lo que ya comenzamos a ser agradables a la divina Majestad, pues, aunque esta complacencia no sea un verdadero consentimiento, es una cierta disposición. Y, si es muy buena señal y cosa muy útil complacerse en oír la palabra de Dios, que es como una inspiración interior, es también cosa buena y agradable a Dios complacerse en la inspiración interior; ésta es aquella complacencia de la cual habla la Esposa, cuando dice: «Mi alma se ha derretido de gozo, cuando ha hallado a mi muy amado». Así, el galán está muy contento de la damisela a quien sirve, cuando ve que es correspondido y que ella se complace en su servicio.

Finalmente, es el consentimiento el que perfecciona el acto virtuoso, porque, si estando inspirados y habiéndonos complacido en la inspiración, no obstante negamos a Dios el consentimiento, somos en gran manera desagradecidos y hacemos gran agravio a su divina Majestad, pues entonces parece que es mayor el desprecio. Esto es lo que ocurrió a la Esposa, pues, aunque la voz del amado estremeció su corazón de santa alegría, no obstante no le abrió la puerta, sino que se excusó con un frívolo pretexto, lo cual dio lugar a que el Esposo se indignase justamente y, pasando de largo, la dejase. Así el galán, que, después de haber suspirado mucho por una joven y de haberle prestado agradables servicios, se viese al fin rechazado y despreciado, tendría muchos más motivos de disgusto que si su requerimiento no hubiese sido aceptado y correspondido. Resuélvete, pues, Filotea, a aceptar con todo el afecto todas las inspiraciones que a Dios pluguiere enviarte, y, cuando las sientas, recíbelas como mensajeras del Rey celestial, que desea desposarse contigo. Escucha de buen grado sus propuestas; considera el amor con que te las ha inspirado y fomenta la santa inspiración. Consiente, pero con un consentimiento pleno, amoroso y constante, a la santa inspiración, porque, de esta manera, Dios, a quien no puedes obligar, se tendrá por muy obligado a tu afecto. Pero antes de consentir en las inspiraciones de cosas importantes y extraordinarias, aconséjate, para no ser engañada, con tu confesor, a fin de que  examine si la inspiración es falsa o verdadera; pues ocurre que el enemigo, cuando ve un alma pronta en dar consentimiento a las inspiraciones, le sugiere, con frecuencia, cosas falsas, para engañarla, lo cual nunca podrá lograr mientras ella obedezca con humildad al director.

Una vez dado el consentimiento, es menester procurar, con mucha diligencia, llevar a la práctica y ejecutar la inspiración, en lo cual consiste la perfección de la verdadera virtud; porque tener el consentimiento en el corazón sin realizarlo, sería lo mismo que plantar una viña sin querer que diese fruto.

Ahora bien, para ello es muy útil el «ejercicio del cristiano» de la mañana y el retiro espiritual, de que hemos hablado más arriba, pues, de esta manera, nos preparamos para hacer el bien, con una preparación, no sólo general, sino, además, particular.



CAPÍTULO XIX
DE LA SANTA CONFESIÓN
Nuestro Salvador ha dejado a su Iglesia el sacramento de la Penitencia y la confesión para que en él nos purifiquemos de nuestras iniquidades, siempre que por ellas seamos mancillados.
No permitas, pues, Filotea, que tu corazón permanezca mucho tiempo manchado por el pecado, pues tienes un remedio tan a mano y tan fácil. La leona que se ha acercado al leopardo, corre presto a lavarse, para sacar de sí el mal olor que este contacto ha dejado en ella, a fin de que, cuando llegue el león no se sienta, por ello, ofendido e irritado; el alma que ha consentido en el pecado ha de tener horror de sí misma y ha de lavarse cuanto antes, por el respeto que debe a la divina Majestad, que le está mirando. ¿Por qué pues, hemos de morir de muerte espiritual, teniendo, como tenemos, un remedio tan excelente?

Confiésate devota y humildemente cada ocho días, aunque la conciencia no te acuse de ningún pecado mortal; de esta manera, en la confesión, no sólo recibirás la absolución de los pecados veniales que confieses, sino también una gran fuerza para evitarlos en adelante, una gran luz para saberlos conocer bien y una gracia abundante para reparar todas las pérdidas por ellos ocasionados. Practicarás la virtud de la humildad, de la obediencia, de la simplicidad y de la caridad, y, en este solo acto de la confesión, practicarás más virtudes que en otro alguno.

Ten siempre un verdadero disgusto por los pecados confesados, por pequeños que sean, y haz un firme propósito de enmendarte en adelante. Muchos confiesan los pecados veniales por costumbre y como por cumplimiento, sin pensar para nada en su enmienda, por lo que andan, durante toda su vida, bajo el peso de los mismos, y, de esta manera, pierden muchos bienes y muchas ventajas espirituales. Luego, si confiesas que has mentido aunque sea sin daño de nadie, o que has dicho alguna palabra descompuesta, o que has jugado demasiado, arrepiéntete y haz el propósito de enmendarte; porque es un abuso confesar un pecado mortal o venial sin querer purificarse de él, pues la confesión no ha sido instituida más que para esto.

No hagas tan sólo ciertas acusaciones superfluas, que muchos hacen por rutina: no he amado a Dios como debía; no he rezado con la debida devoción; no he amado al prójimo cual conviene; no he recibido los sacramentos con la reverencia que se requiere, y otras cosas parecidas. La razón es, porque, diciendo esto, nada dices, en concreto, que pueda dar a conocer a tu confesor el estado de tu conciencia, pues todos los santos del cielo y todos los hombres de la tierra podrían decir lo mismo, si se confesaran. Examina, pues, de qué cosas, en particular, hayas de acusarte, y, cuando las hubieres descubierto, acúsate de las faltas cometidas, con sencillez e ingenuidad. Te acusas, por ejemplo, de que no has amado al prójimo como debías; ¿lo haces porque has encontrado un pobre necesitado, al cual podías socorrer y consolar, y no has hecho caso de él? Pues bien, acúsate de esta particularidad y di: he visto un pobre necesitado, y no lo he socorrido como podía, por negligencia, o por dureza de corazón, o por menosprecio, según conozcas cuál sea el motivo del pecado.
Asimismo, - no te acuses, en general, de no haberte encomendado a Dios con la devoción que debías; sino que, si has tenido distracciones voluntarias o no has tenido cuidado en elegir el lugar, el tiempo y la compostura requerida para estar atento en la oración, acúsate de ello sencillamente, según sea la falta, sin andar con vaguedades, que nada importan en la confesión.

No te limites a decir los pecados veniales en cuanto al hecho; antes bien, acúsate del motivo que te ha inducido a cometerlos. No te contentes con decir que has mentido sin dañar a nadie; di si lo has hecho por vanagloria, para excusarte o alabarte, en broma o por terquedad. Si has pecado en las diversiones, di si te has dejado llevar del placer en la conversación, y así de otras cosas. Di si has persistido mucho en la falta, pues, generalmente, la duración acrecienta el pecado, porque es mucha la diferencia entre una vanidad pasajera, que se habrá colado en nuestro espíritu por espacio de un cuarto de hora, y aquella en la cual se habrá recreado nuestro corazón, durante uno, dos o tres días. Por lo tanto, conviene decir el hecho, el motivo y la duración de los pecados, pues, aunque, ordinariamente, no tenemos la obligación de ser tan meticulosos en la declaración de los pecados veniales, ni nadie está obligado a confesarlos, no obstante, los que quieren purificar bien sus almas, para llegar más fácilmente a la santa devoción, han de ser muy diligentes en dar a conocer al médico espiritual el mal, por pequeño que sea, del cual desean ser curados.

No dejes de decir nada de lo que sea conveniente para dar a conocer la calidad de la ofensa, como el motivo por el cual te has puesto airada o por el cual has permitido que alguna persona perseverase en su vicio. Por ejemplo, un hombre que me es antipático me dice en broma, alguna ligereza; yo lo llevo a mal y me pongo airada; en cambio, si otro, con quien simpatizo, me dice algo peor, lo recibiré bien. No me olvidaré, pues, de decir: he pronunciado algunas palabras airadas contra una persona, porque me ha enojado por una cosa que me ha dicho, mas no por la clase de palabras, sino porque me es antipática. Y, si es necesario particularizar las frases que hubieses dicho, para explicarte mejor, harás bien en decirlas, porque, acusándote ingenuamente, no sólo descubres los pecados cometidos, sino también las malas inclinaciones, las costumbres, los hábitos y las demás raíces del pecado, con lo que el padre espiritual adquiere un conocimiento más perfecto del corazón que trata y de los remedios que necesita. Conviene, empero, en cuanto sea posible, no descubrir la persona que haya cooperado a tu pecado.

Vigila sobre una infinidad de pecados que, con mucha frecuencia, viven y se enseñorean insensiblemente de la conciencia, porque así los confesarás mejor y te purificarás de ellos; con este objeto, lee atentamente los capítulos VI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXXV y XXXVI de la tercera parte y el capítulo VIII de la cuarta parte.

No cambies fácilmente de confesor, sino, una vez hayas elegido uno, continúa dándole cuenta de conciencia, los días destinados a ello, confesándole ingenua y francamente los pecados que hubieres cometido, y, de vez en cuando, por ejemplo cada mes, o cada dos meses, dale también cuenta del estado de tus inclinaciones, aunque no te hayan inducido a pecado, como si te sientes atormentado por la tristeza o por el tedio, o si te dejas dominar por la alegría, por los deseos de adquirir riquezas o por otras parecidas inclinaciones.



CAPÍTULO XX
DE LA COMUNIÓN FRECUENTE


Se cuenta de Mitrídates, rey del Ponto, que, habiendo inventado el «mitrídato», de tal manera reforzó con él su cuerpo, que como hubiese intentado más tarde suicidarse, para no caer en la servidumbre de los romanos, nunca pudo lograrlo. El Salvador ha instituido el augustísimo sacramento de la Eucaristía, que contiene realmente su carne y su sangre, para que quien le coma viva eternamente; por esta causa, el que usa de él con frecuencia y con devoción, de tal manera robustece la salud y la vida de su alma, que es casi imposible que sea envenenado por ninguna clase de malos efectos. Es imposible alimentarse de esta carne y vivir con afectos de muerte. Porque, así como los hombres del paraíso terrenal podían no morir, por la fuerza de aquel fruto de vida que Dios había puesto allí, de la misma manera pueden no morir espiritualmente, por la virtud de este sacramento de vida. Si los frutos más tiernos y más sujetos a la corrupción, como las cerezas, los albaricoques y las fresas, fácilmente se conservan todo el año confitados con azúcar y con miel, no es de maravillar que nuestros corazones, aunque flacos y miserables, sean preservados de la corrupción del pecado, cuando están azucarados y dulcificados con la carne y la sangre del Hijo de Dios.
 
¡Oh Filotea! los cristianos que serán condenados no sabrán qué responder, cuando el imparcial Juez les haga ver que, por su culpa, han muerto espiritualmente, siendo así que era una cosa muy sencilla conservar Ia vida y la salud, con sólo comer su Cuerpo, que Él les había dado con este fin: «Miserables -les dirá-, ¿por qué habéis muerto, habiéndoos mandado comer del fruto y del manjar de vida?»

«En cuanto a recibir la comunión eucarística todos los días, ni lo alabo ni la repruebo; en cuanto a comulgar a lo menos todos los domingos, lo aconsejo y exhorto a todos a que lo hagan, con tal que el alma esté libre de todo afecto al pecado». Así habla San Agustín, por lo cual no alabo ni vitupero absolutamente el que se comulgue diariamente, sino que lo dejo a la discreción del padre espiritual de cada uno, ya que, siendo menester las disposiciones debidas para la comunión frecuente, no es posible dar un consejo general; y, como que estas disposiciones pueden encontrarse en muchas almas, no sería acertado aconsejar de una manera absoluta el alejamiento y la abstención de la comunión diaria, pues es una cuestión que se ha de resolver teniendo en cuenta el estado interior de cada uno en particular. Sería imprudente aconsejar a todos indistintamente esta práctica; pero seria igualmente imprudente censurar a los que la siguen, sobre todo si obran aconsejados por algún digno director. Fue muy graciosa le respuesta de Santa Catalina de Sena, a la cual, mientras hablaba de la comunión frecuente, le opusieron que San Agustín no alababa ni vituperaba el comulgar cada día: «Pues bien-replicó ella-, puesto que San Agustín no lo reprueba, os ruego que tampoco lo reprobéis vosotros, y esto me basta».

Filotea, has visto cómo San Agustín exhorta y aconseja que no se deje de comulgar cada domingo; hazlo siempre que te sea posible. Puesto que, como creo, no tienes ningún afecto al pecado mortal, ni tampoco al pecado venial, ya estás en la verdadera disposición que San Agustín exige, y aún en una disposición más excelente, pues ni siquiera tienes afecto al pecado; por lo tanto, cuando le parezca bien a tu padre espiritual, podrás comulgar, con provecho, más de una vez cada semana.

Es posible, empero, que sobrevengan algunos impedimentos,. no precisamente de tu parte, sino de parte de aquellos con quienes convives, impedimentos que, en alguna ocasión, pueden aconsejar a un. director prudente el que te diga que no comulgues con tanta frecuencia. Por ejemplo, si estás sujeto a alguien, y las personas a las cuales debes obediencia y sujeción están tan poco instruidas, o están tan pegadas a su parecer, que se inquietan o enojan al ver que comulgas con tanta frecuencia, quizás, bien consideradas todas las cosas será mejor condescender un poco con su debilidad y comulgar menos. Pero esto únicamente se entiende del caso en el cual la dificultad no pueda ser superada de otra manera. Mas, como quiera que esto no se puede precisar de una manera general, será conveniente atenerse, en cada caso a lo que diga el padre espiritual. Lo que puedo asegurarte es que no pueden distar mucho unas de las otras las comuniones de los que quieren servir devotamente a Dios.

Si eres prudente, no habrá ni padre, ni esposa, ni marido, que te impida comulgar frecuentemente; porque el ir a comulgar no será ningún estorbo para el cumplimiento de los deberes propios de tu condición; más aún, como que, comulgando, serás cada día más dulce y más amable con ellos y no les negarás ningún servicio, no habrá por qué temer que se opongan a la práctica de este ejercicio, que no les acarreará ninguna molestia, a no ser que obren movidos por un espíritu en extremo quisquilloso e incomprensivo; en este caso, el director, como ya te lo he dicho, te aconsejará cierta condescendencia.

Es conveniente, ahora, decir cuatro palabras a los casados. En la Ley antigua, no era cosa bien vista que los acreedores exigiesen el pago de las deudas en día festivo, pero aquella Ley nunca reprobó que los deudores cumpliesen sus obligaciones y pagasen a los que lo exigían. En cuanto a los derechos conyugales, si bien es de alabar la moderación, no es pecado hacer uso de los mismos los días de comunión, y el pagarlos no sólo no es reprobable, sino que es justo y meritorio. Así, pues, nadie que tenga obligación de comulgar se ha de privar de la comunión a causa de las relaciones conyugales. En la primitiva Iglesia, los cristianos comulgaban cada día, aunque estuviesen casados y tuviesen fruto de bendición; por esto te he dicho que la comunión frecuente no ocasiona ninguna molestia ni a los padres, ni a las esposas, ni a los maridos con tal que el alma que comulga sea prudente y discreta. En cuanto a las enfermedades corporales, ninguna puede ser legítimo obstáculo para esta santa participación, a no ser que provocase con mucha frecuencia el vómito.

Para comulgar con frecuencia basta con estar libre de pecado mortal y tener un recto deseo de hacerlo. Siempre, empero, es mejor que pidas el parecer al padre espiritual.