Capítulo V y VI


CAPÍTULO V
QUE ES MENESTER COMENZAR POR LA PURIFICACIÓN DEL ALMA

«Las flores, dice el sagrado Esposo, apareen en nuestra tierra; el tiempo de podar y cortar ha llegado». ¿Qué son las flores de nuestros corazones, ¡oh Filotea!, sino los buenos deseos?

Ahora bien, en cuanto aparecen, es menester poner la mano a la segur, para cortar, en nuestra conciencia, todas las obras muertas y superfluas. La doncella extranjera, para casarse con un israelita, había de quitarse los vestidos de cautiva, cortarse las uñas y rasurar los cabellos: y el alma que aspira al honor de ser esposa del Hijo de Dios debe «despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo», dejando el pecado, cortando de raíz toda clase de estorbos, que apartan del amor del Señor. El comienzo de nuestra santidad consiste en purgar los malos humores del pecado.

San Pablo quedó enteramente purificado, en un instante, y lo mismo le acaeció a Santa Catalina de Génova, a Santa Magdalena, a Santa Pelagia y a algunos otros santos; pero esta clase de purificación es absolutamente milagrosa y extraordinaria, en el orden de la gracia, como la resurrección de los muertos lo es en el orden de la naturaleza, por lo que no hemos de pretenderla. La purificación y la curación ordinaria, así de los cuerpos como de las almas, no se hace sino poco a poco, paso a paso, por grados, de adelanto en adelanto, con dificultad y con tiempo. Los ángeles de la escala de Jacob tienen alas, pero no vuelan, sino que suben y bajan ordenadamente de grada en grada. El alma que se remonta del pecado a la devoción, es comparada a la aurora, la cual, cuando aparece, no disipa en un instante, las tinieblas, sino lentamente. Dice un aforismo que cuanto menos precipitada es la curación, es tanto más segura: las enfermedades del corazón, como las del cuerpo, vienen a caballo y al galope, pero se van a pie y al paso.

Conviene, pues, ¡oh Filotea!, que seas animosa y paciente en esta empresa. ¡Ah! qué pena da ver a ciertas almas que, al sentirse todavía sujetas a muchas imperfecciones, después de haberse ejercitado en la devoción, se turban y desalientan y se dejan casi vencer por la tentación de abandonarlo todo y de volver atrás. Mas, por el contrario, ¿no es también un peligro para las almas, el que, por una tentación opuesta, lleguen a creer, el primer día, que ya están purificadas de sus imperfecciones y, teniéndose por perfectas, echen a volar sin alas? ¡Oh Filotea, es demasiado grande el peligro de caer, para desasirse tan pronto de las manos del médico! ¡Ah!, «no os levantéis antes de que llegue la luz -dice el profeta-; levantaos después de haber descansado»; y él mismo, después de haber practicado este consejo y de haberse lavado y purificado, pide a Dios que le lave y purifique de nuevo.

El ejercicio de la purificación del alma no puede ni debe acabarse sino con la vida. No nos turbemos, pues, por nuestras imperfecciones, porque nuestra perfección consiste precisamente en combatirlas, y no podremos combatirlas sin verlas, ni vencerlas sin encontrarlas. Nuestra victoria no estriba en no sentirlas, sino en no consentir en ellas, y no es, en manera alguna, consentir el sentirse por ellas acosado. Es muy provechoso, para el ejercicio de la humildad, que, alguna vez, seamos heridos en este combate espiritual; sin embargo, nunca somos vencidos, sino cuando perdemos la vida o el valor. Ahora bien, las imperfecciones y los pecados no pueden arrebatarnos la vida espiritual, pues ésta sólo se pierde por el pecado grave; importa, pues, que no nos desalienten: «Líbrame, Señor -decía David-, de la cobardía y del desaliento». Es, para nosotros, una condición ventajosa, en esta guerra, saber que siempre seremos vencedores, con tal que queramos combatir.




CAPÍTULO VI
DE LA PRIMERA PURIFICACIÓN, QUE ES LA DE LOS PECADOS MORTALES

La primera purificación que se requiere es la del pecado mortal; el medio para lograrla es el sacramento de la Penitencia. Busca el confesor más digno que te sea posible; toma en tus manos algunos de los libritos que se han escrito para ayudar a las conciencias a confesarse bien, como Granada, Bruno, Arias, Auger; léelos con atención, y advierte punto por punto, en qué has pecado, desde que llegaste al uso de la razón hasta la hora presente; si no te fías de la memoria, escribe lo que hubieres notado. Después de haber repasado y amontonado, de esta manera, los pecados de tu conciencia, detéstalos y échalos lejos de ti, por una contrición y un pesar tan grande como pueda soportarlo tu corazón, considerando estas cuatro cosas: que, por el pecado, has perdido la gracia de Dios, has perdido el derecho a la gloria, has aceptado las penas del infierno y has renunciado al amor eterno de Dios.

Ya entiendes, Filotea, que me refiero a una confesión general de toda la vida, la cual, si bien reconozco que no siempre es absolutamente necesaria, con todo considero que te será sumamente útil en los comienzos; por lo mismo, te la aconsejo con gran encarecimiento. Acontece, con harta frecuencia, que las confesiones ordinarias de las personas que llevan una vida común y vulgar están llenas de grandes defectos, porque, muchas veces, la preparación es deficiente o nula, y falta la contrición exigida; al contrario, suele acudirse a la confesión con una voluntad tácita de volver a caer en pecado y sin la resolución de evitar las ocasiones y de poner los medios necesarios para la enmienda de la vida; en todos estos casos, la confesión general es necesaria para la tranquilidad del alma.

Pero, además, de esto, la confesión general nos conduce al conocimiento de nosotros mismos, provoca en nosotros una saludable confusión por nuestra vida pasada, nos hace admirar la misericordia de Dios, que nos ha aguardado con tanta paciencia; sosiega nuestros corazones, alivia nuestros espíritus, excita en nosotros buenos propósitos, da ocasión a nuestro padre espiritual para que nos haga las advertencias que mejor cuadran con nuestra condición, y nos abre el corazón, para que nos manifestemos con toda confianza, en las confesiones siguientes.

Tratando, pues, ahora, de una renovación general de nuestro corazón y de una conversión total de nuestra alma a Dios, para emprender la vida devota, me parece, ¡oh Filotea!, que tengo razón, si te aconsejo esta confesión general.