CAPÍTULO VI
DE LOS AFECTOS Y PROPÓSITOS, TERCERA PARTE DE LA MEDITACION
La meditación produce buenos movimientos en la voluntad o parte afectiva de nuestra alma, como amor de Dios y del prójimo, deseo del paraíso y de la gloria, celo de la salvación de las almas, imitación de la vida de Nuestro Señor, compasión, admiración, gozo, temor de no ser grato a Dios, del juicio, del infierno, odio al pecado, confianza en la bondad y misericordia de Dios, confusión por nuestra mala vida pasada: y en estos afectos, nuestro espíritu se ha de expansionar y extender, en la medida de lo posible. Y, si, en esto, quieres ser ayudada, torna el primer volumen de las Meditaciones de Dom Andrés Capilia, y lee el prefacio, donde enseña la manera de explayar los afectos. Lo mismo encontrarás más extensamente explicado, en el Tratado de la Oración del Padre Arias.
No obstante, Filotea, no te has de detener tanto en estos afectos generales, que no los conviertas en resoluciones especiales y particulares, para corregirte y enmendarte, Por ejemplo, la primera palabra que Nuestro Señor dijo en la cruz producirá seguramente en tu alma un buen deseo de imitarle, es decir, de perdonar a los enemigos y de amarles. Pues bien, te digo que esto es muy poca cosa, si no añades un propósito especial de esta manera: en adelante no me enojaré por las palabras injuriosas que aquél o aquélla, el vecino o la vecina, mi criado o la criada, dicen contra mí, ni tampoco por tales o cuales desprecios, de que me ha hecho objeto éste o aquél; al contrario, diré tal o cual cosa, para ganarlos o suavizarlos, y así de los demás afectos. Por este medio, Filotea, corregirás tus faltas en poco tiempo, mientras que, con solos los afectos, lo conseguirías tarde y con dificultad.
CAPÍTULO VII
DE LA CONCLUSIÓN Y RAMILLETE ESPIRITUAL
Finalmente, la meditación se ha de acabar con tres cosas, que se han de hacer con toda la humildad posible. La primera es la acción de gracias a Dios por los afectos y propósitos que nos ha inspirado, y por su bondad y misericordia, que hemos descubierto en el misterio meditado. La segunda es el acto de ofrecimiento, por el cual ofrecemos a Dios su misma bondad y misericordia, la muerte, la sangre, las virtudes de su Hijo, y, a la vez nuestros afectos y resoluciones. La tercera es la súplica, por la cual pedimos a Dios, con insistencia, que nos comunique las gracias y las virtudes de su Hijo y otorgue su bendición a nuestros afectos y propósitos, para que podamos fielmente ponerlos en práctica. Después hemos de pedir por la Iglesia, por nuestros pastores, parientes, amigos y por los demás, recurriendo, para este fin, a la intercesión de la Madre de Dios, de los ángeles y de los santos. Finalmente, ya he hecho notar que conviene decir el Padrenuestro y el Avemaría, que es la plegaria general y necesaria de todos los fieles.
A todo esto he añadido que hay que hacer un pequeño ramillete de devoción. He aquí lo que quiero decir: los que han paseado por un hermoso jardín no salen de él satisfechos, si no se llevan cuatro o cinco flores, para olerlas y tenerlas consigo durante todo el día. Por la meditación, hemos de escoger uno, dos o tres puntos, los que más nos hayan gustado y los que sean más a propósito para nuestro aprovechamiento, para recordarlos durante todo el día y olerlos espiritualmente. Y este ramillete se hace en el mismo lugar donde hemos meditado, sin movernos, o bien paseando solos durante un rato.
CAPÍTULO VIII
ALGUNOS AVISOS ÚTILES SOBRE LA MEDITACIÓN
Al salir de esta oración afectiva, has de tener cuidado de no sacudir tu corazón, para que no derrame el bálsamo que la oración ha vertido en él; quiero decir que hay que guardar, por espacio de algún tiempo, el silencio y transportar suavemente el corazón, de la oración a las ocupaciones, conservando, todo el tiempo que sea posible, el sentimiento y los afectos concebidos. El hombre que recibe en un recipiente de hermosa porcelana un licor de mucho precio, para llevarlo a su casa, anda con mucho tiento, sin mirar a los lados, sino que ora mira enfrente, para no tropezar contra alguna piedra, ora el recipiente, para evitar que se derrame. Lo mismo has de hacer tú, al salir de la meditación: no te distraigas enseguida, sino mira sencillamente delante de ti, pero, si encuentras alguno, con el cual hayas de hablar o al que hayas de escuchar, hazlo, pues no queda otro remedio, pero de manera que tengas siempre la mirada puesta en tu corazón, para que el licor de la santa oración no se derrame más de lo que sea imprescindible.
También conviene que te acostumbres a saber pasar de la oración a toda clase de acciones, que tu oficio o profesión, justa y legítimamente, requieran, por más que parezcan muy ajenas a los afectos que hemos concebido en la oración. Por ejemplo: un abogado ha de saber pasar de la oración a los pleitos; un comerciante, al tráfico; la mujer casada, a las obligaciones de su estado y a las ocupaciones del hogar, con tanta dulzura y tranquilidad, que no, por ello, se turbe su espíritu, pues ambas cosas son según la voluntad de Dios y en ambas hay que pensar con espíritu de humildad y devoción.
Te ocurrirá, alguna vez, que, inmediatamente después de la preparación, tu afecto se sentirá enseguida movido hacia Dios. Entonces, Filotea, conviene darle rienda suelta, sin empeñarte en querer seguir el método que te he dado; porque, si bien, por lo regular, la consideración ha de preceder a los afectos y a las resoluciones, cuando, empero, el Espíritu Santo te da los afectos antes de la consideración, no has de detenerte en ésta quieras o no, pues su fin no es otro que mover los afectos. En una palabra, siempre que se despierten en ti los afectos, debes admitirlos y hacerles lugar, ya sea antes ya después de todas las consideraciones. Y, aunque yo he puesto los afectos después de todas las consideraciones, lo he hecho únicamente para distinguir bien las diferentes partes de la oración; por otra parte, es una regla general que nunca hay que cohibir los afectos, sino que es menester dejar que se expansionen los que se presentan. Digo esto no sólo con respecto a los demás afectos, sino también con respecto a la acción de gracias, al ofrecimiento y a la plegaria, que pueden hacerse entre las consideraciones, y que no se han de contener más que los otros afectos, si bien, después, al terminar la meditación, conviene repetirlos y continuarlos. Pero, en cuanto a las resoluciones es menester hacerlas después de los afectos y al fin de toda la meditación, antes de la conclusión, pues, como quiera que las resoluciones traen a nuestra imaginación objetos concretos y de orden familiar, nos pondrían en el peligro de distraernos, si se hiciesen en medio de los afectos.
Entre los afectos y las resoluciones, es bueno emplear el coloquio, y hablar ora a Dios, ora a los ángeles, ora a las personas que aparecen en los misterios, a los santos y a sí mismo, al propio corazón, a los pecadores, como vemos que lo hizo David en los Salmos, y otros santos, en sus meditaciones y oraciones.
CAPÍTULO IX
DE LAS SEQUEDADES QUE NOS VIENEN EN LA MEDITACIÓN
Y, si después de todo esto, todavía no te sientes consolada, por grande que sea tu sequedad, no te aflijas, sino sigue en devota actitud, delante de Dios. ¡Cuántos cortesanos hay, que van cien veces al año a la cámara de su príncipe, sin ninguna esperanza de hablarle, únicamente para ser vistos y rendirle homenaje! De esta manera, amada Filotea, hemos de ir a la oración, pura y simplemente para cumplir con nuestro deber y dar testimonio de nuestra fidelidad. Y, si la divina Majestad se digna hablarnos y conversar con nosotros con sus santas inspiraciones y consuelos interiores, esto será ciertamente, para nosotros, un gran honor y motivo de gran gozo, pero, si no quiere hacernos esta gracia, sino que quiere dejarnos allí, sin decirnos palabra, como si no nos viese o no estuviésemos en su presencia, no nos hemos de retirar, sino, que al contrario, hemos de permanecer allí, delante de esta soberana bondad, en actitud devota y tranquila; y entonces, infaliblemente, Él se complacerá en nuestra paciencia y tendrá en cuenta nuestra asiduidad y perseverancia, y, otra vez, cuando volvamos a su presencia, nos hará mercedes y conversará con nosotros con sus consolaciones, haciéndonos ver la amenidad de la santa oración. Pero, si no lo hace, estemos, empero, contentos, Filotea, pues harto honor es estar cerca de Él y en su presencia.
CAPÍTULO X
LA ORACIÓN DE LA MAÑANA
Además de esta oración mental perfecta y ordenada y de las demás oraciones vocales que has de rezar una vez al día, hay otras cinco clases de oraciones más breves, que son como efectos y renuevos de la otra oración más completa; de las cuales la primera es la que se hace por la mañana, como una preparación general para todas las obras del día. Las harás de esta manera:
1. Da gracias y adora profundamente a Dios por la merced que te ha hecho de haberte conservado durante la noche anterior; y, si hubieses cometido algún pecado, le pedirás perdón.
2. Considera que el presente día se te ha dado para que, durante el mismo puedas ganar el día venidero de la eternidad, y haz el firme propósito de emplearlo con esta intención.
3. Prevé qué ocupaciones, qué tratos y qué ocasiones puedes encontrar, en este día de servir a Dios, y qué tentaciones de ofenderle pueden sobrevenir, a causa de la ira, de la vanidad o de cualquier otro desorden; y, con una santa resolución, prepárate para emplear bien los recursos que se te ofrezcan de servir a Dios y de progresar en el camino de la devoción; y, al contrario, disponte bien para evitar, combatir o vencer lo que pueda presentarse contrario a tu salvación y a la gloria de Dios. Y no basta hacer esta resolución, sino que es menester preparar la manera de ejecutarla. Por ejemplo, si preveo que tendré que tratar alguna cosa con una persona apasionada o irascible, no sólo propondré no dejarme llevar hasta el trance de ofenderla, sino que procuraré tener preparadas palabras de amabilidad para prevenirla, o procuraré que esté presente alguna otra persona, que pueda contenerla. Si preveo que podré visitar un enfermo, dispondré la hora y los consuelos pertinentes que he de darle; y así de todas las demás cosas.
4. Hecho esto, humíllate delante de Dios y reconoce que, por ti misma, no podrás hacer nada de lo que has resuelto, ya sea para evitar el mal, ya sea para practicar el bien. Y, como si tuvieses el corazón en las manos, ofrécelo, con todas tus buenas resoluciones, a la divina Majestad y suplícale que lo tome bajo su protección y que lo robustezca, para que salga airoso en su servicio, con estas o semejantes palabras interiores: «Señor, he aquí este pobre y miserable corazón que, por tu bondad, ha concebido muchos y muy buenos deseos. Pero, ¡ay!, es demasiado débil e infeliz para realizar el bien que desea, si no le otorgas tu celestial bendición, la cual, con este fin, yo te pido, ¡oh Padre de bondad!, por los méritos de la pasión de tu Hijo, a cuyo honor consagro este día y el resto de mi vida». Invoca a Nuestra Señora, a tu Ángel de la Guarda y a los Santos, para que te ayuden con su asistencia.
Mas estos actos, si es posible, se han de hacer breve y fervorosamente, antes de salir de la habitación, a fin de que, con este ejercicio, quede ya rociado con las bendiciones de Dios, todo cuanto hagas durante el día. Lo que te ruego, Filotea, es que jamás dejes este ejercicio.